Somos una costumbre, un gesto, un modo, una manera de mirar, acaso. Pequeños movimientos nos distinguen, leves fórmulas marcan signos, rasgos que se hacen peculiares nos conducen por rutas diferentes a escenarios de vida en que los viejos papeles suenan como otro cuento distinto y necesario.
Me doy cuenta que estoy hecho de mínimos materiales de vida moldeados por antiguas liturgias, ritos graves, ceremoniales de confusos hábitos que me hacen lo que soy y ponen su irremediable marca en mi costado.
Soy un pequeño mundo con sus normas, sus leyes, sus funciones, sus mandatos, su inevitable proceder, su modo de respirar. No doy un sólo paso que no proceda de una antigua historia y que no esté a un sistema acomodado.
¿Será la forma de partir el pan, como Emmaús? ¿Será como alzo el vaso para el agua que bebo? Breves signos caracterizan mi talante humano y me hacen tan reducto de costumbre y soledad, que ahora me siento extraño.
Y sin embargo sé que soy lo mismo, que algo nos une irremediablemente, que un recorrido igual está esperándonos y una misma materia nos sostiene.
Hay una misma sangre, un mismo río de vida golpeando en nuestras sienes y una misma esperanza que se hace angustia en la garganta y en el pecho siempre.
En los espejos cruzan de los ojos, árboles, lagos, tierras diferentes, pero una sola flor los unifica: es la roja azucena de la muerte.
No hay paisaje sin ti. Qué roca oscura, qué mar de plomo, qué amarillo cielo. Es sólo tu mirada la que infunde belleza y claridad. Máquina extraña que elabora el prodigio del paisaje.
Aunque siegue la voz con que tu nombre digo, tu nombre irá, como una hoguera, abrasando estos huesos y esta carne de hombre con perpetuo verdor de primavera.
Tenerte cerca. Hablarte. Y besarte en silencio. Y sentir el contacto caliente de tu cuerpo. Sentir que vives, trémula, aquí, contra mi pecho. Que mis brazos abarcan tus límites perfectos. Que tu piel electriza las yemas de mis dedos.
Si decimos madera, se oye el viento poniendo entre los árboles su música, como cuando al nombrar el pan nos llega un vaho caliente de la mies madura y al decir vino es un otoño claro lo que nos toca con su mansa lluvia.
Somos una costumbre, un gesto, un modo, una manera de mirar, acaso. Pequeños movimientos nos distinguen, leves fórmulas marcan signos, rasgos que se hacen peculiares nos conducen por rutas diferentes a escenarios