Mal haya el que en señores idolatra, de Luis de Góngora | Poema

    Poema en español
    Mal haya el que en señores idolatra

    ¡Mal haya el que en señores idolatra 
    y en Madrid desperdicia sus dineros, 
    si ha de hacer al salir una mohatra! 

    Arroyos de mi huerta lisonjeros 
    (¿lisonjeros?: mal dije, que sois claros): 
    Dios me saque de aquí y me deje veros. 

    Si corréis sordos, no quiero hablaros; 
    mejor es que corráis murmuradores, 
    que llevo muchas cosas que contaros. 

    Tenedme, aunque es otoño, ruiseñores, 
    ya que llevar no puedo ruicriados, 
    que entre pámpanos son lo que entre flores. 

    Si yo tuviera veinte mil ducados, 
    tiplones convocara de Castilla, 
    de Portugal bajetes mermelados; 

    y a fe que a la pajísima capilla 
    tïorbas de cristal vuestras corrientes 
    prestaran dulces en su verde orilla. 

    Pájaros suplan, pues, faltas de gentes, 
    que en voces, si no métricas, süaves, 
    consonancias desaten diferentes; 

    si ya no es que de las simples aves 
    contiene la república volante 
    poetas, o burlescos sean o graves, 

    y cualque madrigal sea elegante, 
    librándome el lenguaje en el concento, 
    el que algún culto ruiseñor me cante, 

    prodigio dulce que corona el viento, 
    en unas mismas plumas escondido 
    el músico, la musa, el instrumento. 

    Mas ¿dónde ya me había divertido, 
    risueñas aguas, que de vuestro dueño 
    os habéis con razón siempre reído? 

    Guardad entre esas guijas lo risueño 
    a este dómine bobo, que pensaba 
    escaparse de tal por lo aguileño, 

    celebrando con tinta, y aun con baba, 
    las fiestas de la corte, poco menos 
    que hacérselas a Judas con octava. 

    Cantar pensé en sus márgenes amenos 
    cuantas Dianas Manzanares mira, 
    a no romadizarme sus Sirenos. 

    La lisonja, con todo, y la mentira 
    (modernas musas del Aonio coro) 
    las cuerdas le rozaron a mi lira. 

    ¿Valió por dicha al leño mío canoro 
    (si puede ser canoro leño mío) 
    clavijas de marfil o trastes de oro? 

    Sequedad lo ha tratado como a río; 
    puente de plata fue que hizo alguno 
    a mi fuga quizá de su desvío. 

    No más, no, que aun a mí seré importuno, 
    y no es mi intento a nadie dar enojos, 
    sino apelar al pájaro de Juno: 

    gastar quiero de hoy más plumas con ojos 
    y mirar lo que escribo. El desengaño 
    preste clavo y pared a mis despojos. 

    La adulación se queden y el engaño 
    mintiendo en el teatro, y la esperanza 
    dando su verde un año y otro año; 

    que si en el mundo hay bienaventuranza, 
    a la sombra de aquel árbol me espera 
    cuyo verdor no conoció mudanza. 

    Su flor es pompa de la primavera; 
    su fruto, o sea lo dulce o sea lo acedo, 
    en oro engasta, que al romperlo es cera. 

    Allí el murmurio de las aguas ledo, 
    ocio sin culpa, sueño sin cuidado 
    me guardan, si acá en polvos no me quedo 

    molido del dictamen de un letrado 
    en la tahona de un relator, donde 
    siempre hallé para mí el rocín cansado. 

    Dichoso el que pacífico se esconde 
    a este civil rüido, y litigante, 
    o se concierta o por poder responde, 

    sólo por no ser miembro corteggiante 
    de sierpe prodigiosa, que camina 
    la cola, como el gámbaro, delante. 

    Oh soledad, de la quietud divina 
    dulce prenda, aunque muda, ciudadana 
    del campo, y de sus ecos convecina; 

    sabrosas treguas de la vida urbana, 
    paz del entendimiento, que lambica 
    tanto en discursos la ambición humana: 

    ¿quién todos sus sentidos no te aplica? 
    Ponme sobre la mula, y verás cuánto 
    más que la espuela esta opinión la pica. 

    Sea piedras la corona, si oro el manto 
    del monarca supremo; que el prudente 
    con tanta obligación no aspira a tanto. 

    Entre pastor de ovejas y de gente, 
    un político medio lo conduce 
    del pueblo a su heredad, de ella a su fuente. 

    Sobre el aljófar que en las hierbas luce, 
    o se reclina, o toma residencia 
    a cada vara de lo que produce. 

    Tiéndese, y con debida reverencia 
    responde, alta la gamba, al que le escribe 
    la expulsión de los moros de Valencia. 

    Tan ceremonïosamente vive, 
    sin dársele un cuatrín de que en la corte 
    le den título a aquél o el otro prive. 

    No gasta así papel, no paga porte 
    de la gaceta que escribió las bodas 
    de doña Calamita con el Norte. 

    Del estadista y sus razones todas 
    se burla, visitando sus frutales, 
    mientras el ambicioso sus vaivodas. 

    No pisa pretendiente los umbrales 
    del que trae la memoria en la pretina, 
    pues de ella penden los memorïales. 

    El margen de la fuente cristalina, 
    sobre el verde mantel que da a su mesa, 
    platos le ofrece de esmeralda fina. 

    Sírvele el huerto con la pera gruesa 
    émula en el sabor, y no comprada, 
    de lo más cordïal de la camuesa. 

    A la gula se queden la dorada 
    rica vajilla, el bacanal estruendo... 
    Mas basta, que la mula es ya llegada. 
    ¡A tus lomos, oh rucia, me encomiendo!