Servía en Orán al Rey
un español con dos lanzas,
y con el alma y la vida
a una gallarda africana,
tan noble como hermosa,
tan amante como amada,
con quien estaba una noche
cuando tocaron al arma.
Trescientos Cenetes eran
de este rebato la causa,
que los rayos de la luna
descubrieron sus adargas;
las adargas avisaron
a las mudas atalayas,
las atalayas los fuegos,
los fuegos a las campanas;
y ellas al enamorado,
que en los brazos de su dama
oyó el militar estruendo
de las trompas y las cajas.
Espuelas de honor le pican
y freno de amor le para;
no salir es cobardía,
ingratitud es dejalla.
Del cuello pendiente ella,
viéndole tomar la espada,
con lágrimas y suspiros
le dice aquestas palabras:
«Salid al campo, señor,
bañen mis ojos la cama,
que ella me será también,
sin vos, campo de batalla.
Vestíos y salid apriesa,
que el general os aguarda;
yo os hago a vos mucha sobra
y vos a él mucha falta.
Bien podéis salir desnudo,
pues mi llanto no os ablanda,
que tenéis de acero el pecho,
y no habéis menester armas.»
Viendo el español brioso
cuánto le detiene y habla,
le dice así: «Mi señora,
tan dulce como enojada,
«Porque con honra y amor
yo me quede, cumpla y vaya,
vaya a los moros el cuerpo,
y quede con vos el alma.
Concededme, dueño mío,
licencia para que salga
al rebato en vuestro nombre,
y en vuestro nombre combata.»