Hojas secas, de Manuel Acuña | Poema

    Poema en español
    Hojas secas

    A Laura 
     

       I 


    Mañana que ya no puedan 
    encontrarse nuestros ojos, 
    y que vivamos ausentes, 
    muy lejos uno del otro, 
    que te hable de mí este libro 
    como de ti me habla todo. 



       II 


    Cada hoja es un recuerdo 
    tan triste como tierno 
    de que hubo sobre ese árbol 
    un cielo y un amor; 
    reunidas forman todas 
    el canto del invierno, 
    la estrofa de las nieves 
    y el himno del dolor. 



       III 


    Mañana a la misma hora 
    en que el sol te besó por vez primera, 
    sobre tu frente pura y hechicera 
    caerá otra vez el beso de la aurora; 
    pero ese beso que en aquel oriente 
    cayó sobre tu frente solo y frío, 
    mañana bajará dulce y ardiente, 
    porque el beso del sol sobre tu frente 
    bajará acompañado con el mío. 



       IV 


    En Dios le exiges a mi fe que crea, 
    y que le alce un altar dentro de mí. 
    ¡Ah! ¡ Si basta no más con que te vea 
    para que yo ame a Dios, creyendo en ti! 



       V 


    Si hay algún césped blando 
    cubierto de rocío 
    en donde siempre se alce 
    dormida alguna flor, 
    y en donde siempre puedas 
    hallar, dulce bien mío, 
    violetas y jazmines 
    muriéndose de amor; 

    yo quiero ser el césped 
    florido y matizado 
    donde se asienten, niña, 
    las huellas de tus pies; 
    yo quiero ser la brisa 
    tranquila de ese prado 
    para besar tus labios 
    y agonizar después. 



    * * * 



    Si hay algún pecho amante 
    que de ternura lleno 
    se agite y se estremezca 
    no más para el amor, 
    yo quiero ser, mi vida, 
    yo quiero ser el seno 
    donde tu frente inclines 
    para dormir mejor. 

    Yo quiero oír latiendo 
    tu pecho junto al mío, 
    yo quiero oír qué dicen 
    los dos en su latir, 
    y luego darte un beso 
    de ardiente desvarío, 
    y luego... arrodillarme 
    mirándote dormir. 



       VI 


    Las doce... ¡adiós...! Es fuerza que me vaya 
    y que te diga adiós... 
    Tu lámpara está ya por extinguirse, 
    y es necesario. 
    —Aún no. 
    —Las sombras son traidoras, y no quiero 
    que al asomar el sol, 
    se detengan sus rayos a la entrada 
    de nuestro corazón... 
    —Y, ¿qué importan las sombras cuando entre ellas 
    queda velando Dios? 
    —¿Dios? ¿Y qué puede Dios entre las sombras 
    al lado del amor? 
    —Cuando te duermas ¿me enviarás un beso? 
    -¡Y mi alma! 
    —¡Adiós...! 
    —¡Adiós...! 



       VII 


    lo que siente el árbol seco 
    por el pájaro que cruza 
    cuando plegando las alas 
    baja hasta sus ramas mustias, 
    y con sus cantos alegra 
    las horas de su amargura; 
    lo que siente pro el día 
    la desolación nocturna 
    que en medio de sus angustias, 
    ve asomar con la mañana 
    de sus esperanzas una; 
    lo que sienten los sepulcros 
    por la mano buena y pura 
    que solamente obligada 
    por la piedad que la impulsa, 
    riega de flores y de hojas 
    la blanca lápida muda, 
    eso es al amarte mi alma 
    lo que siente por la tuya, 
    que has bajado hasta mi invierno, 
    que has surgido entre mi angustia 
    y que has regado de flores 
    la soledad de mi tumba. 

    Mi hojarasca son mis creencias, 
    mis tinieblas son la duda, 
    mi esperanza es el cadáver, 
    y el mundo mi sepultura... 
    Y como de entre esas hojas 
    jamás retoña ninguna; 
    como la duda es el cielo 
    de una noche siempre obscura, 
    y como la fe es un muerto 
    que no resucita nunca, 
    yo no puedo darte un nido 
    donde recojas tus plumas, 
    ni puedo darte un espacio 
    donde enciendas tu luz pura, 
    ni hacer que mi alma de muerto 
    palpite unida a la tuya; 
    pero si gozar contigo 
    no ha de ser posible nunca, 
    cuando estés triste, y en el alma 
    sientas alguna amargura, 
    yo te ayudaré a que llores, 
    yo te ayudaré a que sufras, 
    y te prestaré mis lágrimas 
    cuando se acaben las tuyas. 



       VIII 


    Aún más que con los labios 
    hablamos con los ojos; 
    con los labios hablamos de la tierra, 
    con los ojos del cielo y de nosotros. 

    Cuando volví a mi casa 
    de tanta dicha loco, 
    fue cuando comprendí muy lejos de ella 
    que no hay cosa más triste que estar solo. 

    Radiante de ventura, 
    frenético de gozo, 
    cogí una pluma, le escribí a mi madre, 
    y al escribirle se lo dije todo. 

    Después, a la fatiga 
    cediendo poco a poco, 
    me dormí y al dormirme sentí en sueños 
    que ella me daba un beso y mi madre otro. 

    ¡Oh sueño, el de mi vida 
    más santo y más hermoso! 
    ¡Qué dulce has de haber sido cuando aun muerto 
    gozo con tu recuerdo de este modo! 



       IX 


    Cuando yo comprendí que te quería 
    con toda la lealtad de mi corazón, 
    fue aquella noche en que al abrirme tu alma 
    miré hasta su interior. 
    Rotas estaban tus virgíneas alas 
    que ocultaba en sus pliegues un crespón 
    y un ángel enlutado cerca de ellas 
    lloraba como yo. 
    Otro tal vez, te hubiera aborrecido 
    delante de aquel cuadro aterrador; 
    pero yo no miré en aquel instante 
    más que mi corazón; 
    y te quise tal vez por tus tinieblas, 
    y te adoré, tal vez, por tu dolor, 
    ¡Que es muy bello poder decir que el alma 
    ha servido de sol...! 



       X 


    Las lágrimas del niño 
    la madre las enjuga, 
    las lágrimas del hombre 
    las seca la mujer... 
    ¡Qué tristes las que brotan 
    y bajan por la arruga, 
    del hombre que está solo, 
    del hijo que está ausente, 
    del ser abandonado 
    que llora y que no siente 
    ni el beso de la cuna, 
    ni el beso del placer! 



       XI 


    ¡Cómo quieres que tan pronto 
    olvide el mal que me has hecho, 
    si cuando me toco el pecho 
    la herida me duele más! 
    entre el perdón y el olvido 
    hay una distancia inmensa; 
    yo perdonaré la ofensa; 
    pero olvidarla... ¡jamás! 



       XII 


    «Te amo —dijiste— y jamás a otro hombre 
    le entregaré mi amor y mi albedrío», 
    y al quererme llamar buscaste un nombre, 
    y el nombre que dijiste no era el mío. 



       XIII 


    ¡Ah, gloria! ¡De qué me sirve 
    tu laurel mágico y santo, 
    cuando ella no enjuga el llanto 
    que estoy vertiendo sobre él! 
    ¡De qué me sirve el reflejo 
    de tu soñada corona, 
    cuando ella no me perdona 
    ni en nombre de ese laurel! 

    La que a la luz de sus ojos 
    despertó mi pensamiento, 
    la que al amor de su acento 
    encendió en mí la pasión; 
    muerta para el mundo entero 
    y aun para ella misma muerta, 
    solamente está despierta 
    dentro de mi corazón. 



       XIV 


    el cielo está muy negro, y como un velo 
    lo envuelve en su crespón la obscuridad; 
    con una sombra más sobre ese cielo 
    el rayo puede desatar su vuelo 
    y la nube cambiarse en tempestad. 



       XV 


    oye, ven a ver las naves, 
    están vestidas de luto, 
    y en vez de las golondrinas 
    están graznando los búhos... 
    El órgano está callado, 
    el templo solo y obscuro, 
    sobre el altar... ¿y la virgen 
    por qué tiene el rostro oculto? 
    ¿Ves?... en aquellas paredes 
    están cavando un sepulcro, 
    y parece como que alguien 
    solloza allí junto al muro. 
    ¿Por qué me miras y tiemblas? 
    ¿Por qué tienes tanto susto? 
    ¿Tú sabes quién es el muerto? 
    ¿Tú sabes quién fue el verdugo?

    Manuel Acuña nació en Saltillo (México) en 1849. Se inscribe en los estudios de Medicina en 1868, aunque se dedica principalmente a la Literatura. En 1869 funda la Sociedad Literaria Nezahualcóyotl y comienza a publicar sus primeros poemas en la revista Iberia. Su obra está caracterizada por un romanticismo vehemente y la oposición directa al racionalismo. Su novela El pasado (1872) y sobre todo sus poemas, rápidamente difundidos, se asemejan al estilo de autores clásicos del Romanticismo, como Espronceda o Heine. Sus poemas, entre los que destacan Ante un cadáver y Nocturno, fueron reunidos y publicados póstumamente en 1874, un año después del suicidio por amor del poeta, a los 24 años de edad.