La ramera, de Manuel Acuña | Poema

    Poema en español
    La ramera

    A mi querido amigo Manuel Roa 
     
    Humanidad pigmea, 
    tú que proclamas la verdad y el Cristo, 
    mintiendo caridad en cada idea: 
    tú que, de orgullo el corazón beodo, 
    por mirar a la altura 
    te olvidas de que marchas sobre lodo: 
    tu que diciendo hermano
    escupes al gitano y al mendigo 
    porque son un mendigo y un gitano. 
    Ahí está esa mujer que gime y sufre 
    con el dolor inmenso con que gimen 
    los que cruzan sin fe por la existencia; 
    escúpela también... ¡anda!... ¡no importa 
    que tú hayas sido quien la hundió en el crimen 
    que tú hayas sido quien mató su creencia! 

    ¡Pobre mujer, que abandonada y sola 
    sobre el oscuro y negro precipicio, 
    en lugar de una mano que la salve 
    siente una mano que la impele al vicio; 
    y que al bajar en su redor los ojos 
    y a través de las sombras que la ocultan 
    no encuentra más que seres que la miran 
    y que burlando su dolor la insultan! 

    Y antes era una flor... una azucena 
    rica de galas y de esencias rica, 
    llena de aromas y de encantos llena; 
    era una flor hermosa 
    que envidiaban las aves y las flores, 
    y tan bella y tan pura 
    como es pura la nieve del armiño, 
    como es pura la flor de los amores, 
    como es puro el corazón del niño. 

    Las brisas le brindaban con sus besos, 
    y con sus tibias perlas el rocío, 
    y el bosque con sus álamos espesos, 
    y con su arena y su corriente el río; 
    y amada por las sombras en la noche, 
    y amada por la luz en la mañana, 
    vegetaba magnífica y lozana, 
    tendiendo al aire su purpúreo broche; 
    pero una vez el soplo del invierno 
    en su furia maldita, 
    pasó sobre ella y le arrancó sus hojas, 
    pasó sobre ella y la dejó marchita; 
    y al contemplar sin galas 
    su cálice antes de perfumes lleno, 
    la arrebató impaciente entre sus alas 
    y fue a hundirla cadáver en el cieno. 

    ¡Filósofo mentido!... 
    ¡Apóstol miserable de una idea 
    que tu cerebro vil no ha comprendido! 
    Tú que la ves que gime y que solloza, 
    y burlas su sollozo y su gemido... 
    ¿Qué hiciste de aquel ángel 
    que amoroso y sonriente 
    formó de tu niñez el dulce encanto! 
    ¿Qué hiciste de aquel ángel de otros días, 
    que lloraba contigo si llorabas 
    y gozaba contigo si reías...? 
    ¡Te acuerdas!... Lo arrancaste de la nube 
    donde flotaba vaporoso y bello, 
    y arrojándola al hambre, 
    sin ver su angustia ni su amor siquiera, 
    le convertiste de camelia en lodo: 
    ¡le transformaste de ángel en ramera! 

    ¡Maldito tú que pasas 
    junto a las frescas rosas, 
    y que sus galas sin piedad les quitas! 
    ¡Maldito tú que sin piedad las hieres, 
    y luego las insultas por marchitas! 
    ¡Pobre mujer!... ¡Juguete miserable 
    de su verdugo mismo!... 
    Víctima condenada 
    a vegetar sumida en un abismo 
    más negro que el abismo de la nada 
    y a no escuchar más eco en sus dolores, 
    que el eco de la horrible carcajada 
    con que el hombre le paga sus amores. 

    ¡Pobre mujer, a la que el hombre niega 
    el derecho sublime 
    de llamar hijo a su hijo
    ¡Pobre mujer que de rubor se cubre 
    cuando escucha que le grita madre! 
    ¡Y que quiere besarle, y se detiene, 
    porque sabe que un beso de sus besos 
    se convierte en borrón donde lo imprime! 

    Deja ya de llorar, pobre criatura, 
    que si del mundo en la escabrosa senda, 
    caminas entre fango y amargura, 
    sin encontrar un ser que te comprenda, 
    en el cielo los ángeles te miran, 
    te compadecen, te aman, 
    y lloran con el llanto lastimero 
    que tus ojos bellísimos derraman. 

    ¡Y que se burle el hombre, y que se ría! 
    ¡Y que te llame harapo y te desprecie! 
    Déjale tu reír, y que te insulte, 
    que ha de llegar el día 
    en que la gota cristalina y pura 
    se desprenda del lodo 
    para elevarse nube hasta la altura. 

    Y entonces en lugar de un anatema, 
    en lugar de un desprecio, 
    escucharás al Cristo del Calvario, 
    que añadiendo tu pena 
    a tus lágrimas tristes en abono 
    te dirá como ha tiempo a Magdalena: 
    Levántate, mujer, yo te perdono.

    Manuel Acuña nació en Saltillo (México) en 1849. Se inscribe en los estudios de Medicina en 1868, aunque se dedica principalmente a la Literatura. En 1869 funda la Sociedad Literaria Nezahualcóyotl y comienza a publicar sus primeros poemas en la revista Iberia. Su obra está caracterizada por un romanticismo vehemente y la oposición directa al racionalismo. Su novela El pasado (1872) y sobre todo sus poemas, rápidamente difundidos, se asemejan al estilo de autores clásicos del Romanticismo, como Espronceda o Heine. Sus poemas, entre los que destacan Ante un cadáver y Nocturno, fueron reunidos y publicados póstumamente en 1874, un año después del suicidio por amor del poeta, a los 24 años de edad.