La hora cárdena... La tarde los velos se va quitando... El velo de oro..., el de plata. La hora cárdena... «Aún es temprano».
«Nada veo sino el polvo del camino...» «Aún es temprano».
«¿Gritaron, madre?» «No, hija; nadie habló... ¿Lloras?...» «Lo blanco del camino que contemplo las lágrimas me ha saltado...» «No es eso...» «Yo no sé, madre». «Él vendrá, que aún es temprano».
«Madre, el humo se está quieto, las nubes parecen mármol..., y los árboles diríase, que tienden abiertos brazos».
Un mendigo horrible pasa, y hacia el castillo ha mirado.
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Una negra mariposa revolotea en el cuarto. La hora cárdena... La tarde los velos se va quitando...
El velo de oro, el de plata..., el de celajes violados. ... Y el sol va a caer allá lejos, guerrero herido en el campo.
¡Mal hayan los servidores que sin su señor tornaron, los que con él se partieron y traen, sin él, su caballo!
Ven, reina de los besos, flor de la orgía, amante sin amores, sonrisa loca... Ven, que yo sé la pena de tu alegría y el rezo de amargura que hay en tu boca.
¡Qué bonita es la princesa! ¡qué traviesa! ¡qué bonita la princesa pequeñita de los cuadros de Watteau! Yo la miro, ¡yo la admiro, yo la adoro! Si suspira, yo suspiro; si ella llora, también lloro; si ella ríe, río yo.
Morir es... Una flor hay, en el sueño -que, al despertar, no está ya en nuestras manos-, de aromas y colores imposibles... Y un día sin aurora la cortamos.
Yo, poeta decadente, español del siglo veinte, que los toros he elogiado, y cantado las golfas y el aguardiente..., y la noche de Madrid, y los rincones impuros, y los vicios más oscuros de estos bisnietos del Cid: de tanta canallería
Largas tardes campestres; alamedas rosadas; aire delgado que el aroma apenas sostiene de la acacia; huerto, pinar... Llanuras de oro viejo, azul de la montaña... Esquilas del arambre y balido, sin fin, de la majada, en el silencio claro...