Rosas son la frescura de los huertos y los labios entreabiertos. Y claveles, los caireles de los trajes andaluces, con sus luces de oro y plata. De los nardos en la mata. La frescura de la tez de Carmen, pura, la blancura de su bata. Las violetas y mosquetas son las gracias que se ocultan. Tulipanes, los que exultan senos llenos de mujer. El oler los jazmines es la noche y los jardines. Del querer es la pena, o la azucena. Y los lindos dondiegos, miramelindos, son cantares con achares y piropos. Y celos los heliotropos. Niñas, vamos, con las flores de mi ramo puesto en agua, el crujido de la enagua y el chasquido de los besos. Mil olores y colores dan mis flores, que enamoran. También llevo de esas flores que devoran.
Es noche. La inmensa palabra es silencio... Hay entre los árboles un grave misterio... El sonido duerme, el color se ha muerto. La fuente está loca, y mudo está el eco.
Esta es mi cara y ésta es mi alma: leed. Unos ojos de hastío y una boca de sed... Lo demás, nada... Vida... Cosas... Lo que se sabe... Calaveradas, amoríos... Nada grave, Un poco de locura, un algo de poesía, una gota del vino de la melancolía...
Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron —soy de la raza mora, vieja amiga del Sol—, que todo lo ganaron y todo lo perdieron. Tengo el alma de nardo del árabe español.
¡Oh, el sotto voce balbuciente, oscuro, de la primer lujuria!... ¡Oh, la delicia del beso adolescente, casi puro!... ¡Oh, el no saber de la primer caricia!...