De un bosque donde crecen
nomás
cunas, mi madre
cortó un columpio dulce,
maduro para el tiempo primero
de mi infancia.
Juntó flores de luna dormidas
en el agua, mi madre
y me las trajo,
con un azul silencio
robado de algún sueño de río
a ser mi canto.
El viento entonces iba
silbando
como un hombre
que vuelve del trabajo,
mi padre, como un ala de viento
sacudía
las ramas a su paso,
y a veces su latido temprano,
más temprano
que el bronce aún, despertaba
tañendo
campanarios.
El sol
como un abuelo de incendio
nos decía
su cuento cada día , de luz,
en la ventana,
y el techo, y las paredes, y el huerto
y la paloma y el patio,
y la mañana, cabrían en el puño dorado
de un durazno.
Mi padre
sembró grillos
de suerte en los rincones,
más pobres de la casa.
De noche nos cantaban
perdón
por todo el hambre del día
y prometían
espigas y racimos
que acaso maduraron después,
cuando fue tarde.
Así crecí, los seres
de lluvia me llevaron consigo
a todas partes
Fui lagrima en el llanto del sauce,
fui diamante
quebrado en las raíces frustradas
de algún barco.
De tarde descifraba señales en el cielo
mi madre,
por las noches,
mi padre me alcanzaba la voz
de mis abuelos, en una
remembranza ternura
con los ojos
callados,
y las manos dormidas
junto al fuego;
así crecí.