El último y el primero: rincón para el sol más grande, sepultura de esta vida donde tus ojos no caben. Allí quisiera tenderme para desenamorarme. Por el olivo lo quiero, lo percibo por la calle, se sume por los rincones donde se sumen los árboles. Se ahonda y hace más honda la intensidad de mi sangre. Carne de mi movimiento, huesos de ritmos mortales, me muero por respirar sobre vuestros ademanes. Corazón que entre dos piedras ansiosas de machacarle, de tanto querer te ahogas como un mar entre dos mares. De tanto querer me ahogo, y no es posible ahogarme. ¿Qué hice para que pusieran a mi vida tanta cárcel? Tu pelo donde lo negro ha sufrido las edades de la negrura más firme, y la más emocionante: tu secular pelo negro recorro hasta remontarme a la negrura primera de tus ojos y tus padres; al rincón de pelo denso donde relampagueaste. Ay, el rincón de tu vientre; el callejón de tu carne: el callejón sin salida donde agonicé una tarde. La pólvora y el amor marchan sobre las ciudades deslumbrando, removiendo la población de la sangre. El naranjo sabe a vida y el olivo a tiempo sabe y entre el clamor de los dos mi corazón se debate. El último y el primero: náufrago rincón, estanque de saliva detenida sobre su amoroso cauce. Siesta que ha entenebrecido el sol de las humedades. Allí quisiera tenderme para desenamorarme. Después del amor, la tierra. Después de la tierra, nadie.
Riéndose, burlándose con claridad del día, se hundió en la noche el niño que quise ser dos veces. No quise más la luz. ¿Para qué? No saldría más de aquellos silencios y aquellas lobregueces.
Tened presente el hambre: recordad su pasado turbio de capataces que pagaban en plomo. Aquel jornal al precio de la sangre cobrado, con yugos en el alma, con golpes en el lomo.
Alto soy de mirar a las palmeras, rudo de convivir con las montañas... Yo me vi bajo y blando en las aceras de una ciudad espléndida de arañas. Difíciles barrancos de escaleras, calladas cataratas de ascensores, ¡qué impresión de vacío!,