La rosa, la rosa pura. 
Quiero mandarte la pura rosa. 
La que no tiene símbolo ni signo. 
La que no pese 
porque recuerda un recuerdo. 
La que no cante 
porque se cogió con el gozo. 
La que no tenga fecha, 
fecha de hombre, fecha de número, 
fecha de mundo, 
la que sea su nacimiento puro, 
sucediendo a su mismo capullo. 
La que no diga: “Me quieres”, ni: “Te quiero”. 
La que diga tan sólo: “Soy mis pétalos, 
mi color, mi forma, soy la rosa pura. Tómame”. 
La que no pida 
que te la pongas en el pecho. 
La que se contente con el encuentro 
de su color y tus ojos, 
de tu mirada, un instante. 
Con el contacto 
de su materia y tu vida: tu mano, un instante. 
La que te deje vivir 
sin rosas, si tú no quieres 
tener la rosa en tu vida. 
Me lavaré las manos 
toda una noche entera en el agua 
lenta y lustral de los ríos del sueño, 
para cogerla de mañana antes 
de que despierte la conciencia, 
porque quiero cogerla con los dedos, 
no quiero cogerla con un pensamiento. 
Y si la cojo así y así te llega, 
mis pies recordarán haber pisado 
el paraíso, antes 
del bien y el mal, de la mujer y el hombre. 
Y yo seré una sombra, 
y tú serás otra sombra, 
sin otra realidad que la que crea 
el ofrecernos una rosa pura.
Pedro Salinas (Madrid, 1891-Boston, 1951), autor de poemarios emblemáticos como Seguro azar, La voz a ti debida o El contemplado, es una figura clave del panorama cultural español del siglo XX. También cabe destacar su obra epistolar, en la que destaca Cartas a Katherine Whitmore y su Correspondencia (1923-1951) con el también poeta Jorge Guillén. Su vida, consagrada a la poesía y a la literatura, estuvo marcada por su exilio a Estados Unidos en 1936.