Para vivir no quiero islas, palacios, torres. ¡Qué alegría más alta: vivir en los pronombres!
Quítate ya los trajes, las señas, los retratos; yo no te quiero así, disfrazada de otra, hija siempre de algo. Te quiero pura, libre, irreductible: tú. Sé que cuando te llame entre todas las gentes del mundo, sólo tú serás tú. Y cuando me preguntes quién es el que te llama, el que te quiere suya, enterraré los nombres, los rótulos, la historia. Iré rompiendo todo lo que encima me echaron desde antes de nacer. Y vuelto ya al anónimo eterno del desnudo, de la piedra, del mundo, te diré: «Yo te quiero, soy yo».
Pedro Salinas (Madrid, 1891-Boston, 1951), autor de poemarios emblemáticos como Seguro azar, La voz a ti debida o El contemplado, es una figura clave del panorama cultural español del siglo XX. También cabe destacar su obra epistolar, en la que destaca Cartas a Katherine Whitmore y su Correspondencia (1923-1951) con el también poeta Jorge Guillén. Su vida, consagrada a la poesía y a la literatura, estuvo marcada por su exilio a Estados Unidos en 1936.
Posesión de tu nombre, sola que tú permites, felicidad, alma sin cuerpo. Dentro de mí te llevo porque digo tu nombre, felicidad, dentro del pecho. «Ven»: y tú llegas quedo; «vete»: y rápida huyes. Tu presencia y tu ausencia
La rosa, la rosa pura. Quiero mandarte la pura rosa. La que no tiene símbolo ni signo. La que no pese porque recuerda un recuerdo. La que no cante porque se cogió con el gozo. La que no tenga fecha, fecha de hombre, fecha de número,
Como él vivió de día, sólo un día, no pudo ver más que la luz. Se figuraba que todo era de luz, de sol, de júbilo seguro, que los pájaros no pararían nunca de volar y que los síes que las bocas decían no tenían revés. La inexorable
Tú vives siempre en tus actos. Con la punta de tus dedos pulsas el mundo, le arrancas auroras, triunfos, colores, alegrías: es tu música. La vida es lo que tú tocas.
Lanzas palabras veloces, empavesadas de risas, invitándome a ir adonde ellas me lleven. No te atiendo, no las sigo: estoy mirando los labios donde nacieron.
Lo que queremos nos quiere, aunque no quiera querernos. Nos dice que no y que no, pero hay que seguir queriéndolo: porque el no tiene un revés –quien lo dice no lo sabe--, y siguiendo en el querer los dos se lo encontraremos.
Ahora te quiero, como el mar quiere a su agua: desde fuera, por arriba, haciéndose sin parar con ella tormentas, fugas, albergues, descansos, calmas. ¡Qué frenesíes, quererte! ¡Qué entusiasmo de olas altas, y qué desmayos de espuma