Felices los normales, esos seres extraños, Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente, Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida, Los que no han sido calcinados por un amor devorante, Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un poco más, Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros, Los satisfechos, los gordos, los lindos, Los rintintín y sus secuaces, los que cómo no, por aquí, Los que ganan, los que son queridos hasta la empuñadura, Los flautistas acompañados por ratones, Los vendedores y sus compradores, Los caballeros ligeramente sobrehumanos, Los hombres vestidos de truenos y las mujeres de relámpagos, Los delicados, los sensatos, los finos, Los amables, los dulces, los comestibles y los bebestibles. Felices las aves, el estiércol, las piedras.
Pero que den paso a los que hacen los mundos y los sueños, Las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan Y nos construyen, los más locos que sus madres, los más borrachos Que sus padres y más delincuentes que sus hijos Y más devorados por amores calcinantes. Que les dejen su sitio en el infierno, y basta.
El día es claro y firme ahora. Ha llovido. Hay un vago recuerdo de la lluvia en el aire. Las grandes hojas guardan sus minúsculas ruinas —Múltiples ojos claros, gotas limpias y débiles― Pero ya el cielo está sencillamente azul
Felices los normales, esos seres extraños, Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente, Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida, Los que no han sido calcinados por un amor devorante,
No hay pruebas. Las pruebas son que no hay pruebas. No estaban, no están, no estarán dadas las condiciones. Creer porque es absurdo, Y creemos. Más absurdo que creer es ser, Y somos.
Así como descreí (al menos eso he repetido) de la fama, Descreí también de la inmortalidad, Y es claro que hoy finado no puedo ser quien traza o dicta estas líneas falsamente póstumas,