Miro las herramientas, el mundo que los hombres hacen, donde se afanan, sudan, paren , cohabitan.
El cuerpo de los hombres prensado por los días, su noche de ronquido y de zarpazo y las encrucijadas en que se reconocen.
Hay ceguera y el hambre los alumbra y la necesidad, más dura que metales.
Sin orgullo (¿qué es el orgullo? ¿Una vértebra que todavía la especie no produce?) los hombres roban, mienten, como animal de presa olfatean, devoran y disputan a otro la carroña.
Y cuando bailan, cuando se deslizan o cuando burlan una ley o cuando se envilecen, sonríen, entornan levemente los párpados, contemplan el vacío que se abre en sus entrañas y se entregan a un éxtasis vegetal, inhumano.
Yo soy de alguna orilla, de otra parte, soy de los que no saben ni arrebatar ni dar, gente a quien compartir es imposible.
No te acerques a mi, hombre que haces el mundo, déjame, no es preciso que me mates. Yo soy de los que mueren solos, de los que mueren de algo peor que vergüenza. Yo muero de mirarte y no entender.
A medianoche el centinela alerta grita ¿quién vive? y alguien -yo, sí, yo, no ese mudo de enfrente- debía responder por sí, por otros. Pero apenas despierto y además ignoro el santo y seña de los que hablan.
Guardiana de las tumbas; botín para mi hermano, el de la corva garra de gavilán; nave de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al rayo de las tempestades; mujer que asienta por primera vez la planta del pie en tierras desoladas
Antes cuando me hablaba de mí misma, decía: si yo soy lo que soy y dejo que en mi cuerpo, que en mis años suceda ese proceso que la semilla le permite al árbol y la piedra a la estatua, seré la plenitud.
El mundo gime estéril como un hongo. Es la hoja caduca y sin viento en otoño, la uva pisoteada en el lagar del tiempo pródiga en zumos agrios y letales. Es esta rueda isócrona fija entre cuatro cirios, esta nube exprimida y paralítica