Sólo la voz, la piel, la superficie Pulida de las cosas.
Basta. No quiere más la oreja, que su cuenco Rebalsaría y la mano ya no alcanza A tocar más allá.
Distraída, resbala, acariciando Y lentamente sabe del contorno. Se retira saciada Sin advertir el ulular inútil De la cautividad de las entrañas Ni el ímpetu del cuajo de la sangre Que embiste la compuerta del borbotón, ni el nudo Ya para siempre ciego del sollozo.
El que se va se lleva su memoria, Su modo de ser río, de ser aire, De ser adiós y nunca.
Hasta que un día otro lo para, lo detiene Y lo reduce a voz, a piel, a superficie Ofrecida, entregada, mientras dentro de sí La oculta soledad aguarda y tiembla.
Guardiana de las tumbas; botín para mi hermano, el de la corva garra de gavilán; nave de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al rayo de las tempestades; mujer que asienta por primera vez la planta del pie en tierras desoladas
A medianoche el centinela alerta grita ¿quién vive? y alguien -yo, sí, yo, no ese mudo de enfrente- debía responder por sí, por otros. Pero apenas despierto y además ignoro el santo y seña de los que hablan.
Antes cuando me hablaba de mí misma, decía: si yo soy lo que soy y dejo que en mi cuerpo, que en mis años suceda ese proceso que la semilla le permite al árbol y la piedra a la estatua, seré la plenitud.
El mundo gime estéril como un hongo. Es la hoja caduca y sin viento en otoño, la uva pisoteada en el lagar del tiempo pródiga en zumos agrios y letales. Es esta rueda isócrona fija entre cuatro cirios, esta nube exprimida y paralítica