Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día; este cabello triste que se cae cuando te estás peinando ante el espejo. Esos túneles largos que se atraviesan con jadeo y asfixia; las paredes sin ojos, el hueco que resuena de alguna voz oculta y sin sentido.
Para el amor no hay tregua, amor. La noche se vuelve, de pronto, respirable. Y cuando un astro rompe sus cadenas y lo ves zigzaguear, loco, y perderse, no por ello la ley suelta sus garfios. El encuentro es a oscuras. En el beso se mezcla el sabor de las lágrimas. Y en el abrazo ciñes el recuerdo de aquella orfandad, de aquella muerte.
Matamos lo que amamos. Lo demás no ha estado vivo nunca. Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere un olvido, una ausencia, a veces menos. Matamos lo que amamos. ¡Que cese ya esta asfixia de respirar con un pulmón ajeno! El aire no es bastante
Antes cuando me hablaba de mí misma, decía: si yo soy lo que soy y dejo que en mi cuerpo, que en mis años suceda ese proceso que la semilla le permite al árbol y la piedra a la estatua, seré la plenitud.
Guardiana de las tumbas; botín para mi hermano, el de la corva garra de gavilán; nave de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al rayo de las tempestades; mujer que asienta por primera vez la planta del pie en tierras desoladas
El mundo gime estéril como un hongo. Es la hoja caduca y sin viento en otoño, la uva pisoteada en el lagar del tiempo pródiga en zumos agrios y letales. Es esta rueda isócrona fija entre cuatro cirios, esta nube exprimida y paralítica