Se olvidaron de mí, me dejaron aparte. Y yo no sé quien soy porque ninguno ha dicho mi nombre; porque nadie me ha dado ser, mirándome.
Dentro de mí se pudre un acto, el único que no conozco y no puedo cumplir porque no basta a ello un par de manos.
(El otro es el espacio en que se siembra o el aire en que se crece o la piedra que hay que despedazar).
Pero solo... Y el cuerpo que quisiera nacer en el abrazo, que precisa medir su tamaño en la lucha y desatar sus nudos en un hijo, en la muerte compartida.
Pero solo... Golpeo una pared, me estrello ante una puerta que no cede, me escondo en el rincón donde teje sus redes la locura.
¿Quién me ha enredado aquí? ¿Dónde se fueron todos? ¿Por qué no viene alguno a rescatarme?
Hace frío. Tengo hambre. Y ya casi no veo de oscuridad y lágrimas.
A medianoche el centinela alerta grita ¿quién vive? y alguien -yo, sí, yo, no ese mudo de enfrente- debía responder por sí, por otros. Pero apenas despierto y además ignoro el santo y seña de los que hablan.
Antes cuando me hablaba de mí misma, decía: si yo soy lo que soy y dejo que en mi cuerpo, que en mis años suceda ese proceso que la semilla le permite al árbol y la piedra a la estatua, seré la plenitud.
Guardiana de las tumbas; botín para mi hermano, el de la corva garra de gavilán; nave de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al rayo de las tempestades; mujer que asienta por primera vez la planta del pie en tierras desoladas
El mundo gime estéril como un hongo. Es la hoja caduca y sin viento en otoño, la uva pisoteada en el lagar del tiempo pródiga en zumos agrios y letales. Es esta rueda isócrona fija entre cuatro cirios, esta nube exprimida y paralítica