¿Por qué decir nombres de dioses, astros espumas de un océano invisible, polen de los jardines más remotos? Si nos duele la vida, si cada día llega desgarrando la entraña, si cada noche cae convulsa, asesinada. Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre al que no conocemos, pero está presente a todas horas y es la víctima y el enemigo y el amor y todo lo que nos falta para ser enteros. Nunca digas que es tuya la tiniebla, no te bebas de un sorbo la alegría. Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro. Lo que él respira es lo que a ti te asfixia, lo que come es tu hambre. Muere con la mitad más pura de tu muerte.
Guardiana de las tumbas; botín para mi hermano, el de la corva garra de gavilán; nave de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al rayo de las tempestades; mujer que asienta por primera vez la planta del pie en tierras desoladas
A medianoche el centinela alerta grita ¿quién vive? y alguien -yo, sí, yo, no ese mudo de enfrente- debía responder por sí, por otros. Pero apenas despierto y además ignoro el santo y seña de los que hablan.
Antes cuando me hablaba de mí misma, decía: si yo soy lo que soy y dejo que en mi cuerpo, que en mis años suceda ese proceso que la semilla le permite al árbol y la piedra a la estatua, seré la plenitud.
El mundo gime estéril como un hongo. Es la hoja caduca y sin viento en otoño, la uva pisoteada en el lagar del tiempo pródiga en zumos agrios y letales. Es esta rueda isócrona fija entre cuatro cirios, esta nube exprimida y paralítica