Antes cuando me hablaba de mí misma, decía: si yo soy lo que soy y dejo que en mi cuerpo, que en mis años suceda ese proceso que la semilla le permite al árbol y la piedra a la estatua, seré la plenitud.
Y acaso era verdad. Una verdad.
Pero, ay, amanecía dócil como la hiedra a asirme a una pared como el enamorado se ase del otro con sus juramentos.
Y luego yo esparcía a mi alrededor, erguida en solidez de roble, la rumorosa soledad, la sombra hospitalaria y daba al caminante - a su cuchillo agudo de memoria el testimonio fiel de mi corteza.
Mi actitud era a veces el reposo y otras el arrebato, la gracia o el furor, siempre los dos contrarios prontos a aniquilarse y a emerger de las ruinas del vencido.
Cada hora suplantaba a alguno; cada hora me iba de algún mesón desmantelado en el que no encontré ni una mala bujía y en el que no me fue posible dejar nada.
Usurpaba los nombres, me coronaba de ellos para arrojar después, lejos de mi, el despojo.
Heme aquí, ya al final, y todavía no sé qué cara le daré a la muerte.
A medianoche el centinela alerta grita ¿quién vive? y alguien -yo, sí, yo, no ese mudo de enfrente- debía responder por sí, por otros. Pero apenas despierto y además ignoro el santo y seña de los que hablan.
Guardiana de las tumbas; botín para mi hermano, el de la corva garra de gavilán; nave de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al rayo de las tempestades; mujer que asienta por primera vez la planta del pie en tierras desoladas
Antes cuando me hablaba de mí misma, decía: si yo soy lo que soy y dejo que en mi cuerpo, que en mis años suceda ese proceso que la semilla le permite al árbol y la piedra a la estatua, seré la plenitud.
El mundo gime estéril como un hongo. Es la hoja caduca y sin viento en otoño, la uva pisoteada en el lagar del tiempo pródiga en zumos agrios y letales. Es esta rueda isócrona fija entre cuatro cirios, esta nube exprimida y paralítica