Algún día lo sabré. Este cuerpo que ha sido mi albergue, mi prisión, mi hospital, es mi tumba.
Esto que uní alrededor de un ansia, de un dolor, de un recuerdo, desertará buscando el agua, la hoja, la espora original y aun lo inerte y la piedra.
Este nudo que fui (de cóleras, traiciones, esperanzas, vislumbres repentinos, abandonos, hambres, gritos de miedo y desamparo y alegría fulgiendo en las tinieblas y palabras y amor y amor y amores) lo cortarán los años.
Nadie verá la destrucción. Ninguno recogerá la página inconclusa. Entre el puñado de actos dispersos, aventados al azar, no habrá uno al que pongan aparte como a perla preciosa. Y sin embargo, hermano, amante, hijo, amigo, antepasado, no hay soledad, no hay muerte aunque yo olvide y aunque yo me acabe.
Hombre, donde tú estás, donde tú vives permaneceremos todos.
A medianoche el centinela alerta grita ¿quién vive? y alguien -yo, sí, yo, no ese mudo de enfrente- debía responder por sí, por otros. Pero apenas despierto y además ignoro el santo y seña de los que hablan.
Guardiana de las tumbas; botín para mi hermano, el de la corva garra de gavilán; nave de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al rayo de las tempestades; mujer que asienta por primera vez la planta del pie en tierras desoladas
Antes cuando me hablaba de mí misma, decía: si yo soy lo que soy y dejo que en mi cuerpo, que en mis años suceda ese proceso que la semilla le permite al árbol y la piedra a la estatua, seré la plenitud.
El mundo gime estéril como un hongo. Es la hoja caduca y sin viento en otoño, la uva pisoteada en el lagar del tiempo pródiga en zumos agrios y letales. Es esta rueda isócrona fija entre cuatro cirios, esta nube exprimida y paralítica