Ningún otro cuerpo como el tuyo vino a salir sobre la tierra, porque él es tú. Domingo diario, simposio y lecho y mesa puesta para los sentidos no platónicos.
Sin verte ni oírte, voy formándole el molde de un instante tuyo; el estuche justo, tu morada. Espacio puro, impenetrable, donde guardarlo aprisionado.
Siguiendo los innumerables peldaños infinitesimales de tu olor, bajando y ascendiendo, las superficies reconozco, maravilladas, de tu cuerpo.
Hueles a escollo soleado, a huertas en la sombra, a tienda de perfumes; a desierto hueles, tierra grávida, a llovizna; a carne de nardo macerada, a impulsos de ansias animales.
Y cada aroma halla respuesta en un sabor que lo sostiene, y el regusto de la sal, el agrio del fruto en agraz; dulcísimo, el del fruto maduro y pleno, el amargor donde floreces, mezclándose, ardiendo, disolviéndose, hacen de ti un sabor; el único sabor, el que te vuelve en suya.
Y con él completo la armadura del perfecto espacio: tu recinto inequívoco, el sitio de ti misma.
-Piel, cabello, ternura, olor, palabras- mi amor te va tocando. Voy descubriendo a diario, convenciéndome de que estás junto a mí, de que es posible y cierto; que no eres, ya, la felicidad imaginada, sino la dicha permanente,
Ningún otro cuerpo como el tuyo vino a salir sobre la tierra, porque él es tú. Domingo diario, simposio y lecho y mesa puesta para los sentidos no platónicos.
Para los que llegan a las fiestas ávidos de tiernas compañías, y encuentran parejas impenetrables y hermosas muchachas solas que dan miedo —pues uno no sabe bailar, y es triste—; los que se arrinconan con un vaso de aguardiente oscuro y melancólico,
Amiga a la que amo: no envejezcas. Que se detenga el tiempo sin tocarte; que no te quite el manto de la perfecta juventud. Inmóvil junto a tu cuerpo de muchacha dulce quede, al hallarte, el tiempo.