No puedo cerrar mis puertas
ni clausurar mis ventanas:
he de salir al camino
donde el mundo gira y clama,
he de salir al camino
a ver la muerte que pasa.
Sobre este muro frío me han dejado
con la sombra ceñida a la garganta
donde oprime sus brotes de tormenta
un canto vivo hasta quebrarse en ascuas.
Yo aquí mientras el sueño los despoja
y en sueños comen su mentida baya
para erguirse en las venas de la aurora
pábulo gris de su sonrisa vana;
yo aquí mientras los sabios inocentes
y los tranquilos de crujiente casa
durmiendo abajo, y aprendiendo el frío
de sus angostos mármoles descansan;
yo aquí volteado por el viento negro
que el olor de la noche desampara,
los cabellos fundidos en raíces
que van abriendo turbulentas lamas;
yo solo entre planetas condenados
que en busca de sus huesos se desmandan
—la edad del mundo en esta pobre sangre
que entre las quiebras de su historia clama–
yo aquí turbado por la paz bravía
que con sagaces témpanos me aplaca,
sintiendo entre las médulas ausentes
el duro frenesí de las espadas;
yo aquí velando, los desiertos ojos
quemado por el soplo de la nada,
las negras naves y los negros campos
vacíos de sus oros y sus lacras.
Yo aquí temblando en la vigilia ciega
rodeado por un sueño de cien alas,
vestido por mi llanto me arrodillo
mientras vuela mi sangre en nieve airada.
Sobre este muro frío me recobran.
Oigo el rumor de los medidos pasos.
Canta la noche en fuga por mi muerte,
y el alma sale de mi rostro blanco.