Elegía, de Vicente Aleixandre | Poema

    Poema en español
    Elegía

       I 


    No lo sé. Fue sin música. 

    Tus grandes ojos azules 
    abiertos se quedaron bajo el vacío ignorante, 
    cielo de losa oscura, 
    masa total que lenta desciende y te aboveda, 
    cuerpo tú solo, inmenso, 
    único hoy en la Tierra, 
    que contigo apretado por los soles escapa. 

    Tumba estelar que los espacios ruedas 
    con sólo él, con su cuerpo acabado. 
    Tierra caliente que con sus solos huesos 
    vuelas así, desdeñando a los hombres. 
    ¡Huye! ¡Escapa! No hay nadie; 
    sólo hoy su inmensa pesantez da sentido, 
    Tierra, a tu giro por los astros amantes. 
    Sólo esa Luna que en la noche aún insiste 
    contemplará la montaña de vida. 

    Loca, amorosa, en tu seno le llevas, 
    Tierra, oh Piedad que, sin mantos, le ofreces. 
    Oh soledad de los cielos. Las luces 
    sólo su cuerpo funeral hoy alumbran. 



       II 


    No, ni una sola mirada de un hombre 
    ponga su vidrio sobre el mármol celeste. 
    No le toquéis. No podríais. Él supo, 
    sólo él supo. Carne sólo para amor. Vida sólo 
    por amor. Sí, que los ríos 
    apresuren su curso; que el agua 
    se haga sangre; que la orilla 
    su verdor acumule; que el empuje 
    hacia el mar sea hacia ti, cuerpo augusto, 
    cuerpo noble de luz que te diste crujiendo 
    con amor, como tierra, como roca, cual grito 
    de fusión, como rayo repentino que a un pecho 
    total único del vivir acertase. 

    Nadie, nadie. Ni un hombre. Esas manos 
    apretaron día a día su garganta estelar. Sofocaron 
    ese caño de luz que a los hombres bañaba. 
    Esa gloria rompiente, generosa que un día 
    revelara a los hombres su destino; que habló 
    como flor, como mar, como pluma, cual astro. 
    Sí, esconded la cabeza. Ahora hundidla 
    entre tierra, una tumba para el negro pensamiento cavaos, 
    y morder entre tierra las manos, las uñas, los dedos 
    con que todos ahogasteis su fragante vivir. 



       III 


    Nadie gemirá nunca bastante. 
    Tu hermoso corazón nacido para amar 
    murió, fue muerto, muerto, acabado, cruelmente acuchillado de odio. 
    ¡Ah!, ¿quién dijo que el hombre ama? 
    ¿Quién hizo esperar un día amor sobre la Tierra? 
    ¿Quién dijo que las almas esperan el amor y a su sombra florecen? 
    ¿Que su melodioso canto existe para los oídos de los hombres? 

    Tierra ligera, ¡vuela! 
    Vuela tú sola y huye. 

    Huye así de los hombres, despeñados, perdidos, 
    ciegos restos del odio, catarata de cuerpos 
    crueles que tú, bella, desdeñando hoy arrojas. 
    Huye hermosa, lograda, 
    por el celeste espacio con tu tesoro a solas. 
    Su pesantez, el seno de tu vivir sidéreo 
    da sentido, y sus bellos miembros lúcidos para siempre 
    inmortales sostienes para la luz sin hombres.

    Vicente Aleixandre nació en Sevilla en 1898. Pasó su infancia en Málaga y vivió casi toda su vida en Madrid, donde estudió Derecho y Comercio. En plena juventud, una enfermedad le obliga a interrumpir sus actividades profesionales. Colaboró en revistas como Revista de Occidente (en 1926), Litoral, Carmen, Verso y Prosa, Mediodía, entre otras. Su primer libro, Ámbito (1928), ya deja ver las señales de su mundo poético: claridad e inmensidad del paisaje, depurada y contenida emoción. Es en Espadas como labios (1932) donde, según Dámaso Alonso, se escuchan ecos de gritos desmesurados, que comienzan a esbozar el translúcido, romántico y unificado mundo de Vicente Aleixandre. Destrucción o el amor (1935), Premio Nacional de Literatura, concreta la "unicidad" de su poesía. Su obra, en definitiva, trata de la vida, el amor y la muerte. Considerado uno de los grandes poetas de la generación del 27, en 1977 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Falleció en Madrid en 1984.

    • Dime pronto el secreto de tu existencia; 
      quiero saber por qué la piedra no es pluma, 
      ni el corazón un árbol delicado, 
      ni por qué esa niña que muere entre dos venas ríos 
      no se va hacia la mar como todos los buques. 

    • Tendida tú aquí, en la penumbra del cuarto, 
      como el silencio que queda después del amor, 
      yo asciendo levemente desde el fondo de mi reposo 
      hasta tus bordes, tenues, apagados, que dulces existen. 
      Y con mi mano repaso las lindes delicadas de tu vivir retraído. 

    • Tenía la naricilla respingona, y era menuda. 
      ¡Cómo le gustaba correr por la arena! Y se metía en el agua, 
      y nunca se asustaba. 
      Flotaba allí como si aquel hubiera sido siempre su natural elemento. 
      Como si las olas la hubieran acercado a la orilla, 

    • Venías cerrada, hermética, 
      a ramalazos de viento 
      crudo, por calles tajadas 
      a golpe de rachas, seco. 
      Planos simultáneos —sombras: 
      abierta, cerrada—. Suelos. 
      De bocas de frío, el frío. 
      Se arremolinaba el viento 
      en torno tuyo, ya a pique 

    • La memoria de un hombre está en sus besos, 
      pero nunca es verdad memoria extinta. 
      Contar la vida por los besos dados 
      no es alegre. Pero más triste es darlos sin memoria. 
      Por lo que un hombre hizo cuenta el tiempo. 
      Hacer es vivir más, o haber vivido, 

    • Un pájaro de papel en el pecho 
      dice que el tiempo de los besos no ha llegado; 
      vivir, vivir, el sol cruje invisible, 
      besos o pájaros, tarde o pronto o nunca. 
      Para morir basta un ruidillo, 
      el de otro corazón al callarse, 
      o ese regazo ajeno que en la tierra