Nacimiento del amor, de Vicente Aleixandre | Poema

    Poema en español
    Nacimiento del amor

    ¿Cómo nació el amor? fue ya en otoño. 
    Maduro el mundo, 
    no te aguardaba ya. Llegaste alegre, 
    ligeramente rubia, resbalando en lo blando 
    del tiempo. Y te miré. ¡Qué hermosa 
    me pareciste aún, sonriente, vívida, 
    frente a la luna aún niña, prematura en la tarde, 
    sin luz, graciosa en aires dorados; como tú, 
    que llegabas sobre el azul, sin beso, 
    pero con dientes claros, con impaciente amor! 

    Te miré. La tristeza 
    se encogía a lo lejos, llena de paños largos, 
    como un poniente graso que sus ondas retira. 
    Casi una lluvia fina -¡el cielo azul!- mojaba 
    tu frente nueva. ¡Amante, amante era el destino 
    de la luz! Tan dorada te miré que los soles 
    apenas se atrevían a insistir, a encenderse 
    por ti, de ti, a darte siempre 
    su pasión luminosa, ronda tierna 
    de soles que giraban en torno a ti, astro dulce, 
    en torno a un cuerpo casi transparente, gozoso, 
    que empapa luces húmedas, finales, de la tarde 
    y vierte, todavía matinal, sus auroras. 

    Eras tú, amor, destino, final amor luciente, 
    nacimiento penúltimo hacia la muerte acaso. 
    Pero no. Tú asomaste. ¿Eras ave, eras cuerpo, 
    alma solo? Ah, tu carne traslúcida 
    besaba como dos alas tibias, 
    como el aire que mueve un pecho respirando, 
    y sentí tus palabras, tu perfume, 
    y en el alma profunda, clarividente 
    diste fondo. Calado de ti hasta el tuétano de la luz, 
    sentí tristeza, tristeza del amor: amor es triste. 
    En mi alma nacía el día. Brillando 
    estaba de ti; tu alma en mí estaba. 
    Sentí dentro, en mi boca, el sabor a la aurora. 
    Mis ojos dieron su dorada verdad. sentí a los pájaros 
    en mi frente piar, ensordeciendo 
    mi corazón. Miré por dentro 
    los ramos, las cañadas luminosas, las alas variantes, 
    y un vuelo de plumajes de color, de encendidos 
    presentes me embriagó, mientras todo mi ser 
                                   a un mediodía, 
    raudo, loco, creciente se incendiaba 
    y mi sangre ruidosa se despeñaba en gozos 
    de amor, de luz, de plenitud, de espuma.

    Vicente Aleixandre nació en Sevilla en 1898. Pasó su infancia en Málaga y vivió casi toda su vida en Madrid, donde estudió Derecho y Comercio. En plena juventud, una enfermedad le obliga a interrumpir sus actividades profesionales. Colaboró en revistas como Revista de Occidente (en 1926), Litoral, Carmen, Verso y Prosa, Mediodía, entre otras. Su primer libro, Ámbito (1928), ya deja ver las señales de su mundo poético: claridad e inmensidad del paisaje, depurada y contenida emoción. Es en Espadas como labios (1932) donde, según Dámaso Alonso, se escuchan ecos de gritos desmesurados, que comienzan a esbozar el translúcido, romántico y unificado mundo de Vicente Aleixandre. Destrucción o el amor (1935), Premio Nacional de Literatura, concreta la "unicidad" de su poesía. Su obra, en definitiva, trata de la vida, el amor y la muerte. Considerado uno de los grandes poetas de la generación del 27, en 1977 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Falleció en Madrid en 1984.

    • Se iba quedando callada 
      hasta que la sombra espesa 
      se hizo cuerpo tuyo. 
      ¡Ya te tengo! ¡Ya te tengo! 
      Aquí la sombra del cuarto, 
      piel fina, piel en mis dedos. 
      siente, tiembla. Fina seda 
      que palpita humanamente 
      entre mis dedos de nieve. 

    • No te acerques. Tu frente, tu ardiente frente, tu encendida frente, 
      las huellas de unos besos, 
      ese resplandor que aún de día se siente si te acercas, 
      ese resplandor contagioso que me queda en las manos, 
      ese río luminoso en que hundo mis brazos, 

    • El puro azul ennoblece 
      mi corazón. Sólo tú, ámbito altísimo 
      inaccesible a mis labios, das paz y calma plenas 
      al agitado corazón con que estos años vivo. 
      Reciente la historia de mi juventud, alegre todavía 
      y dolorosa ya, mi sangre se agita, recorre su cárcel 

    • No, no es eso. No miro 
      del otro lado del horizonte un cielo. 
      No contemplo unos ojos tranquilos, poderosos, 
      que aquietan a las aguas feroces que aquí braman. 
      No miro esa cascada de luces que descienden 
      de una boca hasta un pecho, hasta unas manos blandas, 

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