Cinemática evolucionista, de Alfonsa de la Torre | Poema

    Poema en español
    Cinemática evolucionista

    Apresada 
    en el bálago bullente, 
    viscoso, cambiante, 
    movible, caliente, 
    brillante, 
    del extendido magma, 
    la ameba incipiente 
    con forma 
    todavía de hoja, 
    se alarga, 
    se inquieta, 
    se estira, 
    engulle, 
    digiere, 
    defeca, 
    asimila, 
    se transforma, 
    se engrandece, 
    ensaya con orgullo 
    sus múltiples colas, 
    se enamora, 
    acaricia con avaricia, 
    se agita, 
    dormita, 
    ajena a la Historia, 
    ajena a que es ella, 
    ella misma 
    previda, 
    ella sola, 
    ella única 
    levadura de vidas, 
    fermento inaudito 
    de alondras, 
    proyecto soñado 
    de corzas, 
    premonición divina 
    de gacelas, 
    de doncellas, 
    de almas. 

    En los mares 
    celestes, 
    verdialegres, 
    aurorales, 
    rojizos, 
    plomizos, 
    grisáceos, esfumantes, 
    perlados, boreales, 
    impregnados todavía 
    de leche de galaxias 
    luchan y se aman, 
    nadan y atrapan 
    agarrándose a rocas, 
    sosteniéndose en algas 
    cada vez más endurecidas 
    las blandas medusas pleistocenas, 
    cámbricas y jurásicas, 
    las ávidas acalefas 
    que anhelaban ser artrópodas, 
    de la inmensa paleontología de Malasia. 
    Nadan y trepan 
    las parejas más fuertes 
    esforzándose por emerger del agua, 
    por anidar en el dulce aroma 
    de las blancas nympheas 
    recién estrenadas. 

    Resbalándose 
    sobre la creta roja y ardiente 
    volcánica, 
    metálica, 
    antidiluviana, 
    reptan y ascienden 
    titubean, 
    se deslizan, retroceden, 
    a duras penas se elevan 
    con la fuerza en el pecho, 
    confundidas 
    con las hojas dentadas 
    de los helechos 
    las onicejádicas saurias: 
    las inquietantes y misteriosas 
    iguanas. 

    Por los árboles prefósiles 
    henchidos de jugo 
    de la alucinante 
    flora triásica 
    trepan y trepan 
    rumian en tropa y atrapan 
    nerviosas, 
    golosas, 
    curiosas, 
    los minúsculos kas de las ardillas 
    las musarañas de Malasia. 

    En las junglas ecuatoriales 
    aspirando todavía el sofocante vaho 
    de las lavas volcánicas 
    las australopitecas 
    corren y trepan por la corteza miocena 
    persiguiéndose entre feldespatos humeantes, 
    entre orquídeas lujuriantes, 
    entre ventalles 
    de gigantescas calas. 

    Saltan y trepan 
    las australopitecas 
    luchan y reptan y atrapan 
    delfines azules, palomas doradas 
    y garzas serpenteadas. 
    Coronando cúspides, 
    remontando roquedales, 
    refrescando constantemente su piel 
    en las prístinas cascadas 
    corren y trepan las australopitecas 
    como rápidos marsupiales 
    con sus hijos en las ancas. 

    Al oeste de Europa, 
    tras los renos, 
    por sus astas, 
    en las vastas 
    explanadas, 
    las descendientes 
    de las últimas neanderthalenses 
    las reflexivas, constantes y hacendosas 
    cromañonas, 
    se encaraman en los cerros, 
    se acurrucan junto al fuego 
    a las espaldas del hielo, 
    al agrego del aguacero 
    en monolíticas moradas 
    ya con sagradas pinturas 
    de animales 
    decoradas. 
    Se detienen, 
    se entretienen 
    en bosquecillos de laureles; 
    se mantienen 
    de moras, 
    de zarzamoras, 
    de zarzarrosas, 
    de panales azucarados, 
    de mirtilos cristalizados, 
    de alboradas aromadas 
    de manzanas sonrosadas; 
    y con caracalas, 
    y con corolas, 
    y con minerales, 
    y con corales, 
    y con cristales, 
    y con conchas, 
    y con rojas 
    cerezas 
    engarzan los primeros collares, 
    las primeras ajorcas 
    para sus danzas 
    y sus fiestas. 
    Y con pieles 
    y con lianas 
    y con cortezas 
    de abedules 
    instauran 
    para remotas modas futuras 
    los complicados cánones de las faldas, 
    los primores de los colores, 
    las telas sofisticadas, 
    el reverbero cabrilleante de las sedas, 
    la espuma florescente de los encajes, 
    la incandescencia constelada de los brocados, 
    la lluvia impalpable 
    e invisible 
    de las organzas y los tules. 

    En las playas de Miami, 
    de Acapulco, 
    de Capri, 
    de Río, 
    de Hawai, 
    de Australia, 
    las minibikini de piernas elásticas, 
    de pómulos salientes, 
    de narices achatadas, 
    suficientemente: 
    saunadas, 
    bronceadas, 
    maquilladas, 
    despeinadas, 
    perfumadas, 
    desde elegantes clubs náuticos, 
    sobre vertiginosos esquíes acuáticos 
    saltan, 
    salpican, 
    se enervan, 
    se curvan, 
    se adelantan, 
    se empujan, 
    caen, bracean, 
    se levantan, 
    ríen y gritan 
    sorteando 
    el mojado zarpazo 
    de las olas encrespadas. 
    O tendidas muellemente 
    en columpios y cinemascópicas hamacas 
    esperan ociosamente 
    con la mirada perdida bajo gafas 
    en el misterioso poniente, 
    la llegada de las noches melancólicas 
    para desconyuntarse 
    a los ritmos escalofriantes 
    de las músicas dodecafónicas. 

    Ya en las cápsulas espaciales 
    tras las vitrinas 
    de irrompibles cristales, 
    las valientes Valentinas 
    semejantes 
    a iconos de santinas 
    obrando milagros 
    bajo cúpulas de fanales, 
    iluminadas en atmósferas interlunares, 
    entrenadas, 
    ayunadas, 
    dictadas, 
    controladas, 
    atentas hasta el paroxismo 
    a las mortales señales 
    de escondidos micrófonos, 
    de advertidores magnetófonos 
    de asustantes megáfonos, 
    de temibles semáforos, 
    respiran amarradas 
    en incómodas escafandras, 
    jugando a la comba 
    de la muerte y la vida, 
    saltando a los records 
    de las órbitas planetarias. 
    Todo ello con la esperanza 
    de soltar algún día 
    definitivamente y para siempre 
    ancestrales amarras. 
    Se adiestran, 
    se entrenan, 
    se inquietan, 
    se angustian, 
    unas a otras se retan 
    se esfuerzan 
    ascienden, 
    trepan y trepan 
    como sus perdidas y remotas 
    tátara tátara tátarabuelas 
    aquellas insignificantes amebas, 
    como sus casi vegetales bisabuelas 
    aquellas medusas—algas, 
    como sus primigenias madres 
    las pequeñas tupaias de Malasia, 
    como sus primogénitas hermanas 
    las australopitecas 
    que correteaban gozosas 
    entre las calas, 
    sin apenas percibirse de nada, 
    sin como éstas, darse cuenta, 
    que poco a poco 
    y para siempre 
    van dejando de ser grávidas, 
    que poco a poco y para siempre 
    van dejando de ser eso 
    que hasta ahora se ha llamado mujeres 
    para empezar a ser otra cosa, 
    para pertenecer a otra 
    muy distinta fauna.