Vuelvo a casa en Metro. Junto a mí, viaja una pareja de jovenzuelos. Ella no para de rajar. Él le besuquea la cara, cada poco tiempo. (Chuic chuic chuic), babosos y chascosos.
Ella ni le mira, mientras cacarea nimiedades en un tono más alto del estrictamente necesario. Ayer se pintó las uñas de los pies de color azul turquesa. Giro el cuello disimuladamente para comprobarlo.
El chico vuelve a la carga. Su reserva de amor es inagotable. Como la de una puta babosa gigante. (Chuic chuic chuic).
Me repugnan esos ruiditos. Siento arcadas. Igual les vomito encima. Como John Doe.
Las fábricas de leche están bien jodidas. El Gobierno vacila y los agricultores se forran. Recordad, el pillaje sólo ha de ejercerse cuando se hayan agotado todas las vías diplomáticas.
Nochebuena. El rey ya ha balbuceado su arenga. La familia se reúne en torno a una mesa invadida por vieiras gratinadas y langostinos. En las copas, el vino ecológico de tía M. En los cuerpos, sus efectos.
Disfruto de un interesante sueldo. Aprovecho mi privilegiada situación social. Me financio los vicios. Poseo vastos conocimientos teóricos. Me gusta considerarme progresista, creador, artista. Pero la gente superficial (y mala) añade datos a mi descripción.
Tirado en la vieja mecedora. En la terraza del apartamento playero. Alzo la lata de Estrella Damm. Como si fuera el Santo Grial. Bebo con los ojos cerrados. El agua condensada gotea sobre mi ombligo. Acerco esta cerveza mediterránea a mis ojos miopes.
Tipos con toda la cara de un neandertal me observan desde detrás de sus cubatas de cuatro euros. Me analizan, dentro de sus posibilidades. Se preguntan qué hace una mujer como ella con un niñato como yo. Noto sus miradas clavándose en mi cogote.