«Me vi rodeado por una multitud enfervorecida. Los jóvenes se rasgaban las camisetas y gemían. El hielo en sus vasos, el viento en sus gargantas. Se revolcaban sobre una capa de basura de cinco dedos de espesor. Alguien había defecado en las duchas.
La chica de la larga cabellera de rizos tostados solía pasearse por las faldas del Montdúver. Ojos de pantera brillaban tras las chispeantes y kilométricas pestañas.
Los restos del desayuno acampan sobre el mantel. Ella ha tenido un apretón. Escucho cómo canta una de esas estúpidas canciones de la radio. Su voz ondea desde el cuarto de baño. Y tiene una voz preciosa. Yo juego al Angry Birds con su teléfono.
Las finas hiedras se marchitan en las macetas de mamá. Procuran medrar, expandirse, pero el clima no lo consiente. Así que se limitan a ver pasar los coches, los perros, las nubes, las avispas, los transeúntes, las horas, los días, asomadas al balcón.
Frente a mí, un níveo maniquí femenino. Peluca encarnada y vagina de látex. Quiere absorber mi semen. Nutrirse de mi semilla. Inflar sus tejidos y aportarles la vitalidad de mi esperma.