Las finas hiedras se marchitan en las macetas de mamá. Procuran medrar, expandirse, pero el clima no lo consiente. Así que se limitan a ver pasar los coches, los perros, las nubes, las avispas, los transeúntes, las horas, los días, asomadas al balcón. La muerte invade sus tallos, despacio. Los bordes de las hojas se resecan. Fotosintetizan un rato más, sin esperanza. Y continúan mirando por encima de la baranda. Más allá del asfalto taladrado. Más allá de los ladrillos mohosos. Más allá de los andamios, los carteles luminosos y las polvaredas que saturan su punto de vista. Y sueñan con los bosques violetas, donde aúllan los lobos y donde se recreaba aquel maravilloso adolescente de las Árdenas.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.
Despierto aturdido entre sábanas sudadas. Las siestas de más de dos horas te vapulean así. Ella ronca débilmente a mi espalda. Sus largos brazos me rodean.
El jefe jefazo tiene cara de mala hostia. Lleva el pelo de oreja a oreja, como lamido por un choto. Camisa azul, por dentro del pantalón, como sujeción para su barriga colgandera.
Te dicen que abras un blog. Que pienses en el lector medio. Que te asocies con una editorial online. Que compres el servicio de maquetación y de diseño de cubierta. Que spamees a tus contactos del Facebook. Que se lo cuentes al vecino.