La yaya quería agasajar a sus invitados. Así que el yayo tuvo que hacerlo. Era un capón (gallo gigante) precioso. Las plumas negras, brillantes, el pico rojo, brillante, y los ojos de brillante fuego. Lo decapitó en la cocina. Con aquel descomunal cuchillo. La cabeza comenzó a brincar y rebrincar. La sangre se derramó en todas direcciones. Sobre las cortinas y el mantel, sobre las baldosas y el frigorífico, sobre el curso de relojero por fascículos.
Fue tal la impresión, que ninguno lo probó durante el banquete.
Mi yayo era un hombre bueno. '¿Por qué tengo que ser un criminal?', se lamentaba.
Despierto aturdido entre sábanas sudadas. Las siestas de más de dos horas te vapulean así. Ella ronca débilmente a mi espalda. Sus largos brazos me rodean.
El jefe jefazo tiene cara de mala hostia. Lleva el pelo de oreja a oreja, como lamido por un choto. Camisa azul, por dentro del pantalón, como sujeción para su barriga colgandera.
Te dicen que abras un blog. Que pienses en el lector medio. Que te asocies con una editorial online. Que compres el servicio de maquetación y de diseño de cubierta. Que spamees a tus contactos del Facebook. Que se lo cuentes al vecino.