Bombardeo, de Ángela Figuera Aymerich | Poema

    Poema en español
    Bombardeo

    Yo no iba sola entonces. Iba llena 
    de ti y de mí. Colmada, verdecida, 
    me erguía como grávida montaña 
    de tierra fértil donde la simiente 
    se esponja y apresura para el brote. 
    Era mi carne, tensa y ahuecada, 
    nido cerrado que abrigaba el vuelo 
    de un ala sin plumón y con grillete: 
    casi cristal y casi sueño. Tierna. 

    Iba llena de gracia por los días 
    desde la anunciación hasta la rosa. 
    Pero ellos no podían, ciego, brutos, 
    respetar el portento. 
    Rugieron. Embistieron encrespados. 
    Lanzaron sobre mí y mi contenido 
    un huracán de rayos y metralla. 

    Del más bello horizonte, del más puro 
    cielo de otoño vomitaron lluvia 
    de ciegos mecanismos destructores 
    que desataban sobre el cauce seco 
    del callejero asfalto sorprendido 
    los ríos de la sangre. 

    (...) Noches de sueño incierto, triturado 
    por la tremenda sinfonía 
    del frente en erupción y los caballos 
    del miedo galopando en explosivos. 

    Y la sangre con hambre que se exprime 
    hasta la última esencia 
    para nutrir al hijo sazonándose. 

    Y la desnuda soledad del cuerpo, 
    desorientado, desgajado en vivo 
    del cuerpo del amante. 

    Aquellas noches del pavor sin luces, 
    apelmazadas de odios y de ruinas, 
    yo te esperaba. Me llegaste a veces. 
    Del último bisel de la tragedia, 
    del borde mismo de la hirviente sima 
    venías hasta mí. Me contemplabas 
    con unos ojos llenos de agua sucia 
    donde asomaban rostros de cadáveres. 
    Ojos que procuraban ser risueños 
    y mansos al pasar por mi figura 
    y acariciar con luces de esperanza 
    la curva de mi vientre. 

    ¡Con qué exaltada fuerza, con qué prisa, 
    con qué vibrar de nervios y raíces 
    nos quisimos entonces! 

    Yacíamos unidos, sin lujuria, 
    absortos en el hondo tableteo 
    de nuestros corazones. Escuchando 
    de vez en vez el tímido latido 
    del otro corazón encarcelado 
    que ya, para nosotros, gorjeaba. 
    Yo sonreía señalando el sitio 
    en que un talón menudo percutía 
    mis íntimas paredes en un ansia 
    gozosa de correr por los senderos 
    apenas presentidos. 

    Y, en medio del olvido refrescante, 
    en lo mejor del conseguido sueño, 
    surgía denso, alucinante, bronco, 
    el bélico zumbar de la escuadrilla. 
    Bramando, sacudiendo, despeñándose, 
    atropellándose los ecos 
    iban las explosiones avanzando, 
    cada vez más cercanas, 
    hasta que, al fin, la muerte en torrentera, 
    en avalancha loca, trascurría 
    sobre nuestras cabezas sin refugio. 

    Entonces tú, imperioso, dominante, 
    con un impulso elemental de macho 
    que guarda la nidada, con un gesto 
    ardiente y violento como el acto 
    de la amorosa posesión, cubrías 
    mi cuerpo con tu cuerpo enteramente, 
    haciendo de tus largos huesos duros, 
    de tu apretada carne exacerbada, 
    un ilusorio escudo indestructible 
    para el hijo y la madre. 

    Así, unidas las bocas, trasvasándonos 
    el tembloroso aliento, diluidos 
    en éxtasis de espanto y de delicia, 
    las almas contraídas, esperábamos... 

    No. Nunca nos quisimos como entonces.