—Pregonadas son las guerras
de Francia con Aragón,
¡cómo las haré yo, triste,
viejo y cano, pecador!
¡No reventaras, condesa,
por medio del corazón,
que me diste siete hijas,
y entre ellas ningún varón!
Allí habló la más chiquita,
en razones la mayor:
—No maldigáis a mi madre,
que a la guerra me iré yo;
me daréis las vuestras armas,
vuestro caballo trotón.
—Conoceránte en los pechos,
que asoman bajo el jubón.
—Yo los apretaré, padre,
al par de mi corazón.
—Tienes las manos muy blancas,
hija, no son de varón.
—Yo les quitaré los guantes
para que las queme el sol.
—Conoceránte en los ojos,
que otros más lindos no son.
—Yo los revolveré, padre,
como si fuera un traidor.
Al despedirse de todos,
se le olvida lo mejor:
—¿Cómo me he de llamar, padre?
—Don Martín el de Aragón.
—Y para entrar en las cortes,
padre, ¿cómo diré yo?
—Bésoos la mano, buen rey,
las cortes las guarde Dios.
Dos años anduvo en guerra
y nadie la conoció,
si no fue el hijo del rey
que en sus ojos se prendó.
—Herido vengo, mi madre,
de amores me muero yo;
los ojos de don Martín
son de mujer, de hombre no.
—Convídalo tú, mi hijo,
a las tiendas a feriar;
si don Martín es mujer,
las galas ha de mirar.
Don Martín, como discreto,
a mirar las armas va:
—¡Qué rico puñal es éste,
para con moros pelear!
—Herido vengo, mi madre,
amores me han de matar;
los ojos de don Martín
roban el alma al mirar.
—Llevaráslo tú, hijo mío,
a la huerta a solazar;
si don Martín es mujer,
a los almendros irá.
Don Martín deja las flores;
una vara va a cortar:
—¡Oh, qué varita de fresno
para el caballo arrear!
—Hijo, arrójale al regazo
tus anillos al jugar:
si don Martín es varón,
las rodillas juntará;
pero si las separare,
por mujer se mostrará.
Don Martín, muy avisado,
hubiéralas de juntar.
—Herido vengo, mi madre,
amores me han de matar;
los ojos de don Martín
nunca los puedo olvidar.
—Convídalo tú, mi hijo,
en los baños a nadar.
Todos se están desnudando;
don Martín muy triste está:
—Cartas me fueron venidas,
cartas de grande pesar,
que se halla el conde mi padre
enfermo para finar.
Licencia le pido al rey
para irle a visitar.
—Don Martín, esa licencia
no te la quiero estorbar.
Ensilla el caballo blanco,
de un salto en él va a montar;
por unas vegas arriba
corre como un gavilán:
—¡Adiós, adiós, el buen rey,
y tu palacio real;
que dos años te sirvió
una doncella leal!
Óyela el hijo del rey,
tras ella va a cabalgar.
—¡Corre, corre, hijo del rey,
que no me habrás de alcanzar
hasta en casa de mi padre,
si quieres irme a buscar!
Campaniles de mi iglesia,
ya os oigo repicar;
puentecito, puentecito
del río de mi lugar,
una vez te pasé virgen,
virgen te vuelvo a pasar.
Abra las puertas mi padre,
ábralas de par en par.
Madre, sáqueme la rueca,
que traigo ganas de hilar,
que las armas y el caballo
bien los supe manejar.
Tras ella el hijo del rey
a la puerta fue a llamar.
«En la mayor parte de la historia, Anónimo era una mujer» Virginia Woolf
Llegó el día de dejarla
porque así lo quiso Dios.
Le di un beso y un adiós
y me marché sin mirarla.
Porque si otra vez la miro,
no me marcho de su lado
sin antes haber dado
ante mí el postrer suspiro.
Madrugaba don Alonso
a poco del sol salido;
convidando va a su boda
a los parientes y amigos;
a la puerta de Moriana
sofrenaba su rocino:
-Buenos días, Moriana.
-Don Alonso, bien venido.
-Vengo a brindarte, Moriana,
Blanca sois, señora mía,
más que no el rayo del sol
¿si la dormiré esta noche
desarmado y sin pavor?
que siete años había, siete,
que no me desarmo, no.
Más negras tengo mis carnes
que un tiznado carbón.
-Dormilda, señor, dormilda,
Un Mandarín de Pekín
que residía en Cantón
y no tocaba el violín
porque tocaba el violón
decía con presunción
y con cierto retintín
que de confín a confín
de toda aquella nación
del gorro hasta el escarpín
era rico y trapalón.
¡Cuán traidor eres, Marquillos!
¡Cuán traidor de corazón!
Por dormir con tu señora
habías muerto a tu señor.
Desque lo tuviste muerto
quitástele el chapirón;
fuéraste al castillo fuerte
donde está la Blanca Flor.
-Ábreme, linda señora,
Caminaba el Conde Olinos
la mañana de San Juan,
por dar agua a su caballo
en las orillas del mar.
Mientras su caballo bebe
él se ponía a cantar:
-Bebe, bebe, mi caballo,
Dios te me libre de mal,
Dios te libre en todo tiempo
¡Rosa fresca, rosa fresca,
tan garrida y con amor,
cuando yo os tuve en mis brazos,
non vos supe servir, non:
y agora que vos servía
non vos puedo yo haber, non!
- Vuestra fue la culpa, amigo,
vuestra fue, que mía non;
enviásteme una carta
Mi padre era de Ronda
y mi madre de Antequera;
cautiváronme los moros
entre la paz y la guerra,
y lleváronme a vender
a Vélez de la Gomera.
Siete días con sus noches
anduve en el almoneda,
no hubo moro ni mora