Llegó el día de dejarla
porque así lo quiso Dios.
Le di un beso y un adiós
y me marché sin mirarla.
Porque si otra vez la miro,
no me marcho de su lado
sin antes haber dado
ante mí el postrer suspiro.
Salí, la puerta cerré,
y con la mirada inquieta,
volviendo a mirar la puerta,
falto de valor, ¡lloré!
Allí dentro me dejaba
mi ilusión, mi vida,
mi felicidad: perdida.
La mujer que yo adoraba,
la que endulzó mi vida
diez años con su presencia,
haciéndome olvidar la existencia,
allí dentro se quedaba.
Un año estuve sin verla,
pero dejar de quererla,
eso no lo hice jamás.
Mi alma estaba dormida
mas no muerta, señor juez.
Un día la vi otra vez,
y ese día me ha perdido.
Iban muy juntos los dos.
Aquella mujer me atraía
como el acero al imán,
y caminado buen trecho
yo detrás, ellos delante...
Ella iba con su amante,
yo, solo con mi despecho.
¿Que cómo ocurrió el suceso?
No lo sé.
Sólo sé que vi brillar
un cuchillo entre mis manos,
y al punto aquel hombre
deshecho cayó,
pues lo maté pecho a pecho.
A ella, quise perdonarla,
y me marchaba de su lado
lo mismo que aquella vez
me marchaba sin mirarla
cuando un grito, ¡maldito grito
de su garganta escapase!
Grito que vino a clavarse
en mi alma, ¡maldito grito!
En aquel grito expresaba
la mujer tal sentimiento,
que lanzando un juramento
la miré. ¡Vi que lloraba!
Lloraba por aquél que moría
maldiciéndome quizá.
Nadie ha sufrido jamás
lo que yo sufrí aquel día.
Y mirándola enloquecí,
y maldije mi existencia,
y la dije: 'ya no hay clemencia
ni para él, ni para ti.'
Y alzando mi existencia
y perdida ya la razón,
supe hallarla el corazón
con la punta del puñal.
Esta es la historia entera.
Ni quito, ni nada aumento.
Desde aquel triste momento
a mi suerte me acomodo.
La maté porque una mujer ingrata
no debe inspirar clemencia.
Firme usía la sentencia,
que justo es que muera el que mata.