Romance del conde Olinos, de Anónimo | Poema

    Poema en español
    Romance del conde Olinos


    Caminaba el Conde Olinos 
    la mañana de San Juan, 
    por dar agua a su caballo 
    en las orillas del mar. 
    Mientras su caballo bebe 
    él se ponía a cantar: 
    -Bebe, bebe, mi caballo, 
    Dios te me libre de mal, 
    Dios te libre en todo tiempo 
    de las furias de ese mar. 
    Las aves que iban volando 
    se paraban a escuchar 
    porque les gustaba mucho 
    aquel tan dulce cantar. 
    La reina que lo escuchaba 
    a su hija fue a buscar: 
    -Oye, hija, cómo canta 
    la sirena de la mar. 
    -No es la sirenita, madre, 
    la que dice ese cantar. 
    Es la voz del Conde Olinos 
    que por mí penando va. 
    -Pues si es el Conde Olinos 
    yo lo mandaré a matar. 
    ¡Vengan pronto, mis soldados, 
    al Conde Olinos matad! 
    Él murió a la madrugada, 
    ella, a los gallos cantar. 
    A los dos los enterraron 
    en medio de un platanal. 
    Dos arbolitos crecieron 
    en aquel mismo lugar; 
    ni en la vida, ni en la muerte 
    los pudieron apartar. 

    «En la mayor parte de la historia, Anónimo era una mujer» Virginia Woolf



    • ¡Rosa fresca, rosa fresca, 
      tan garrida y con amor, 
      cuando yo os tuve en mis brazos, 
      non vos supe servir, non: 
      y agora que vos servía 
      non vos puedo yo haber, non! 
      - Vuestra fue la culpa, amigo, 
      vuestra fue, que mía non; 



    • ¡Cuán traidor eres, Marquillos! 
      ¡Cuán traidor de corazón! 
      Por dormir con tu señora 
      habías muerto a tu señor. 
      Desque lo tuviste muerto 
      quitástele el chapirón; 
      fuéraste al castillo fuerte 
      donde está la Blanca Flor. 



    • Mi padre era de Ronda 
      y mi madre de Antequera; 
      cautiváronme los moros 
      entre la paz y la guerra, 
      y lleváronme a vender 
      a Vélez de la Gomera. 
      Siete días con sus noches 
      anduve en el almoneda, 
      no hubo moro ni mora 



    • Un Mandarín de Pekín 
      que residía en Cantón 
      y no tocaba el violín 
      porque tocaba el violón 
      decía con presunción 
      y con cierto retintín 
      que de confín a confín 
      de toda aquella nación 
      del gorro hasta el escarpín 
      era rico y trapalón. 



    • En París está doña Alda, la esposa de don Roldán, 
      trescientas damas con ella para bien la acompañar: 
      todas visten un vestido, todas calzan un calzar, 
      todas comen a una mesa, todas comían de un pan. 
      Las ciento hilaban el oro, las ciento tejen cendal,