Qué valdría sin pisadas humanas esta pobreza que hace crujir la luz. Qué sería la belleza violenta del secano sin el corazón cansado que piensa en él: tierra comida y mala soledad frente al acero mural de las montañas.
Mirad, es bello y es verdad: arriba, el cardo blanco y el centeno, ciegos, vibran junto a los pájaros, y luego baja la tierra sobre sombras rojas hasta el poco de agua y los negrillos.
Baja roída por el sol, quemada por el hielo como el rostro humano quieto y tajado de dolor, que pasa, mil veces pasa por la tierra, duro, con la herramienta y el caballo viejo, seco como su amor, mil veces pasa, toda la vida mientras dura el día.
Qué valdría sin pisadas humanas esta pobreza que hace crujir la luz. Qué sería la belleza violenta del secano sin el corazón cansado que piensa en él: tierra comida y mala soledad frente al acero mural de las montañas.
La luz hierve debajo de mis párpados. De un ruiseñor absorto en la ceniza, de sus negras entrañas musicales, surge una tempestad. Desciende el llanto a las antiguas celdas, advierto látigos vivientes y la mirada inmóvil de las bestias, su aguja fría en mi corazón.
El animal que llora, ése estuvo en tu alma antes de ser amarillo; el animal que lame las heridas blancas, ése está ciego en la misericordia; el que duerme en la luz y es miserable, ése agoniza en el relámpago.
Conozco un pueblo -no lo olvidaré- que tiene un cementerio demasiado grande. Hay en mi tierra un pueblo sin ventura porque el cementerio es demasiado grande. Sólo hay cuarenta almas en el pueblo. No sé para qué tanto cementerio.