El animal que llora, ése estuvo en tu alma antes de ser amarillo; el animal que lame las heridas blancas, ése está ciego en la misericordia; el que duerme en la luz y es miserable, ése agoniza en el relámpago.
La mujer cuyo corazón es azul y te alimenta sin descanso, ésa es tu madre dentro de la ira; la mujer que no olvida y está desnuda en el silencio, ésa fue música en tus ojos.
Vértigo en la quietud: en los espejos entran sustancias corporales y arden palomas. Tú dibujas juicios y tempestades y lamentos.
Así es la luz de la vejez, así la aparición de las heridas blancas.
Qué valdría sin pisadas humanas esta pobreza que hace crujir la luz. Qué sería la belleza violenta del secano sin el corazón cansado que piensa en él: tierra comida y mala soledad frente al acero mural de las montañas.
La luz hierve debajo de mis párpados. De un ruiseñor absorto en la ceniza, de sus negras entrañas musicales, surge una tempestad. Desciende el llanto a las antiguas celdas, advierto látigos vivientes y la mirada inmóvil de las bestias, su aguja fría en mi corazón.
El animal que llora, ése estuvo en tu alma antes de ser amarillo; el animal que lame las heridas blancas, ése está ciego en la misericordia; el que duerme en la luz y es miserable, ése agoniza en el relámpago.
Conozco un pueblo -no lo olvidaré- que tiene un cementerio demasiado grande. Hay en mi tierra un pueblo sin ventura porque el cementerio es demasiado grande. Sólo hay cuarenta almas en el pueblo. No sé para qué tanto cementerio.