Mi amigo el sol bajó a la aldea a repartir su alegría entre todos, bajó a la aldea y en todas las casas entró y alegró los rostros.
Avivó las miradas de los hombres y prendió sonrisas en sus labios, y las mujeres enhebraron hilos de luz en sus dedos y los niños decían palabras doradas.
El sol se fue a los campos y los árboles rebrillaron y uno a uno se rumoraban su alegría recóndita. Y eran de oro las aves.
Un joven labrador miró el azul del cielo y lo sintió caer entre su pecho. El sol, mi amigo, vino sin tardanza y principió a ayudar al labriego.
Habían pasado los nublados días, y el sol se puso a laborar el trigo. Y el bosque era sonoro. Y en la atmósfera palpitaba la luz como abeja de ritmo.
El sol se fue sin esperar adioses y todos sabían que volvería a ayudarlos, a repartir su calor y su alegría y a poner mano fuerte en el trabajo.
Todos sabían que comerían el pan bueno del sol, y beberían el sol en el jugo de las frutas rojas, y reirían el sol generoso, y que el sol ardería en sus venas.
Y pensaron: el sol es nuestro, nuestro sol nuestro padre, nuestro compañero que viene a nosotros como un simple obrero. Y se durmieron con un sol en sus sueños.
Si yo cantara mi país un día, mi amigo el sol vendría a ayudarme con el viento dorado de los días inmensos y el antiguo rumor de los árboles.
Pero ahora el sol está muy lejos, lejos de mi silencio y de mi mano, el sol está en la aldea y alegra las espigas y trabaja hombro a hombro con los hombres del campo.
No la noche que arrullan las ramas y balsámica con olor de manzanas, con el efluvio de la flor del naranjo; oh, no la noche campesina de piel húmeda y tibia y sana;
En la noche balsámica, en la noche, cuando suben las hojas hasta ser las estrellas, oigo crecer las mujeres en la penumbra malva y caer de sus párpados la sombra gota a gota.