Tenía aquel huerto muy altas las tapias muy llenas de broza y escajos las bardas, y todos sabíamos que detrás estaba mi abuelo, el Civil, como lo llamaban, las trentes al hombro, ceñuda la cara, en torno a sus árboles: las ciruelas claudias y las gordas peras de muslo de dama y las garrafales guindas coloradas... Sí que lo sabíamos, pero no importaba. Y en cualquier desliz de la adusta guardia, ni hojas dejábamos en las curvas ramas. ¿Entonces, Dios mío, yo he tenido infancia, y he tirado piedras y he saltado vallas y he robado quimas de fruta cargadas? ¿Y que esto ha pasado en una lejana aldehuela de oro, allá, por España?
Tenía aquel huerto muy altas las tapias muy llenas de broza y escajos las bardas, y todos sabíamos que detrás estaba mi abuelo, el Civil, como lo llamaban, las trentes al hombro, ceñuda la cara, en torno a sus árboles:
Piernas de vagabundo, corazón de mendigo, marcho por lsa tinieblas a la merced del viento. Me estoy quedando, amigos, casi sin un amigo, pero no sé encender la luz de mi aposento.
Acúsome de haber hecho por mi vida y por mi arte poca cosa de mi parte y que no estoy satisfecho. Porque si ardía en mi pecho hoguera de inspiración, ansia de dominación, no debí darme vagar... La corriente fue soñar