Setenta balcones hay en esta casa, setenta balcones y ninguna flor. ¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa? ¿Odian el perfume, odian el color?
La piedra desnuda de tristeza agobia, ¡Dan una tristeza los negros balcones! ¿No hay en esta casa una niña novia? ¿No hay algún poeta bobo de ilusiones?
¿Ninguno desea ver tras los cristales una diminuta copia de jardín? ¿En la piedra blanca trepar los rosales, en los hierros negros abrirse un jazmín?
Si no aman las plantas no amarán el ave, no sabrán de música, de rimas, de amor. Nunca se oirá un beso, jamás se oirá un clave...
Tenía aquel huerto muy altas las tapias muy llenas de broza y escajos las bardas, y todos sabíamos que detrás estaba mi abuelo, el Civil, como lo llamaban, las trentes al hombro, ceñuda la cara, en torno a sus árboles:
Piernas de vagabundo, corazón de mendigo, marcho por lsa tinieblas a la merced del viento. Me estoy quedando, amigos, casi sin un amigo, pero no sé encender la luz de mi aposento.
Acúsome de haber hecho por mi vida y por mi arte poca cosa de mi parte y que no estoy satisfecho. Porque si ardía en mi pecho hoguera de inspiración, ansia de dominación, no debí darme vagar... La corriente fue soñar