Elegía en abril, de Carilda Oliver Labra | Poema

    Poema en español
    Elegía en abril

    Andaba yo volando por el suelo, 
    sin zapatos, 
    sin mi traje de nube de las nubes; 
    sola para tus manos, 
    patética, 
    inviolada, 
    pobre, 
    sola para tus manos, 
    sola, 
    y me empinaba hasta rozarte el ángel. 
    Andaba yo 
    —noche sobre la noche— 
    distraída en tu voz de inconfundibles dalias; 
    andaba yo como entre acosos de belleza, 
    clásica, 
    lírica, 
    absoluta, 
    y en las paredes profanadas por otros sin el sueño 
    rebotaban lejanías, pedazos de palabras, 
    besos 
    que guardaré mañana. 
    Mi boca dio en la tuya 
    como un ave de paso. 
    Pensé en abril 
    y en que las noches de amor son breves como 
                                             fósforos negros 
    De qué serán los versos sino de aquella sombra 
    que hicimos sobre el lecho? 
    Su enredadera me arroja en la inocencia 
    y otra vez soy la misma 
    que demoraba su salud de novia. 

    Me he preguntado hoy si tú entendías la media luz 
    si hallaste el todo, 
    si te faltaba piel, no quiero, entraña, como a mí. 
    Me he preguntado si asumes la ternura de memoria, 
    si odias tu trabajo, los relojes, mi ómnibus, 
    el alba fiera, insobornable... 
    ¡Ay, tantas cosas... 
    (¡Qué trastorno hace aquí si te recuerdo, 
    qué venas tengo nuevas si me ayudas 
    a duplicar el alba 
    otra vez en mi frente!) 
    Y las preguntas pasan inalterables, con verano, 
    ayer, ahora, siempre, 
    siempre, ahora, ayer, 
    y quedo muda sobreseyendo un pájaro, 
    la fiebre, el mar, 
    la arena que debe estar contigo, 
    todas las soledades, 
    el desayuno triste como un acuerdo impronunciado. 
    ¡Ay, qué palabra diré para ignorarte, 
    en cuál silencio no hablaré tu nombre 
    que ya supe! 
    Mira, te quejas y el amor instala 
    la agonía, 
    el tiempo, 
    la casa extraña donde empecé tu carne 
    hecha de estalactitas y misterios. 
    Mira, te quejas, 
    y yo me acojo a un zumo de azucenas porfiadas, 
    a niños que desean intervenir mi vientre. 
    Mira, te quejas, 
    y estoy yo sola con tu voz 
    —nelumbio, amarillez, cauto cristal— 
    viviendo el alarido de la noche muerta 
    que resucito en el poema. 

    Yo me pregunto hoy cómo aplacar el cisne, 
    lo inefable de tu tedio, 
    la marca de mi alma, 
    esto que no es morirme aunque me muero. 
    Y sigo oscura, oscura, oscura, 
    por gusto derramada, 
    como esos sauces que nos dicen llantos 
    que no oímos, 
    como esas olas que se acaban tan cerca y no miramos, 
    como esos cánceres horribles que ni duelen, 
    como esa luz que aunque es la luz porque es la luz 
    nos deja ciegos... 

    Yo me pregunto, 
    llama que no se dijo, 
    cerrada puerta, 
    óxido, 
    hueso maldito, 
    sed; 
    yo me pregunto cómo saberte a toda la sorpresa, 
    a adolescencia, 
    a naufragio por fin, 
    a vértigo, 
    a imposible; 
    cómo salir de pronto a condenar tu sangre, 
    a dividirte en truenos, 
    a ser otra 
    metida en tus gavetas de estudiante. 
    Pregunto, 
    y me socorren todos los incendios del mundo 
    y vuelvo sola, 
    y sola vuelvo 
    y vuelvo sola. 
    No sé qué tengo. Digo que es jueves 
    y me asesina un miércoles. 
    Llega el frío. 
    Paseo entre callados árboles 
    sin otro aviso 
    que el que me traen las horas que nos vieron.