Invitación al paisaje, de Carlos Pellicer | Poema

    Poema en español
    Invitación al paisaje

    Invitar al paisaje a que venga a mi mano, 
    invitarlo a dudar de sí mismo, 
    darle a beber el sueño del abismo 
    en la mano espiral del cielo humano. 

    Que al soltar los amarres de los ríos 
    la montaña a sus mármoles apele 
    y en la cumbre el suspiro que se hiele 
    tenga el valor frutal de dos estíos. 

    Convencer a la nube 
    del riesgo de la altura y de la aurora, 
    que no es el agua baja la que sube 
    sino la plenitud de cada hora. 

    Atraer a la sombra 
    al seno de rosales jardineros. 
    (Suma el amor la resta de lo que amor se nombra 
    y da a comer la sobra a un palomar de ceros). 

    ¡Si el mar quisiera abandonar sus perlas 
    y salir de la concha...! 
    Si por no derramarlas o beberlas 
    -copa y copo de espumas- las olvida. 

    Quién sabe si la piedra 
    que en cualquier recodo es maravilla 
    quiera participar de exacta exedra, 
    taza-fuente-jardín-amor-orilla. 

    Y si aquel buen camino 
    que va, viene y está, se inutiliza 
    por el inexplicable desatino 
    de una cascada que lo magnetiza. 

    ¿Podrán venir los árboles con toda 
    su escuela abecedaria de gorjeos? 
    (Siento que se aglomeran mis deseos 
    como el pueblo a las puertas de una boda). 

    El río allá es un niño y aquí un hombre 
    que negras hojas junta en un remanso. 
    Todo el mundo le llama por su nombre 
    y le pasa la mano como a un perro manso. 

    ¿En qué estación han de querer mis huéspedes 
    descender? ¿En otoño o primavera? 
    ¿O esperarán que el tono de los céspedes 
    sea el ángel que anuncie la manzana primera? 

    De todas las ventanas, que una sola 
    sea fiel y se abra sin que nadie la abra. 
    Que se deje cortar como amapola 
    entre tantas espigas, la palabra. 

    Y cuando los invitados 
    ya estén aquí -en mí-, la cortesía 
    única y sola por los cuatro lados, 
    será dejarlos solos, y en signo de alegría 
    enseñar los diez dedos que no fueron tocados 
    sino 
    por 
    la 
    sola 
    poesía.