Amante, de Carmen Conde | Poema

    Poema en español
    Amante

    Es igual que reír dentro de una campana: 
    sin el aire, ni oírte, ni saber a qué hueles. 
    Con gesto vas gastando la noche de tu cuerpo 
    y yo te transparento: soy tú para la vida. 

    No se acaban tus ojos; son los otros los ciegos. 
    No te juntan a mí, nadie sabe que es tuya 
    esta mortal ausencia que se duerme en mi boca, 
    cuando clama la voz en desiertos de llanto. 

    Brotan tiernos laureles en las frentes ajenas, 
    y el amor se consuela prodigando su alma. 
    Todo es luz y desmayo donde nacen los hijos, 
    y la tierra es de flor y en la flor hay un cielo. 

    Solamente tú y yo (una mujer al fondo 
    de ese cristal sin brillo que es campana caliente), 
    vamos considerando que la vida..., la vida 
    puede ser el amor, cuando el amor embriaga; 
    es sin duda sufrir, cuando se está dichosa; 
    es, segura, la luz, porque tenemos ojos. 

    Pero ¿reír, cantar, estremecernos libres 
    de desear y ser mucho más que la vida...? 
    No. Ya lo sé. Todo es algo que supe 
    y por ello, por ti, permanezco en el Mundo. 

    • Ahora empezarás, mi vida, 
      a no dejarme vivir. 
      A que los días y sus noches sólo sean 
      el ahogo feroz de tu encuentro. 
      De tu incorporación a mí, 
      de tu revestimiento de mí. 
      A que mi sangre no sepa detenerse sola, 
      y se arroje a la tuya, a ti, 

    • Es igual que reír dentro de una campana: 
      sin el aire, ni oírte, ni saber a qué hueles. 
      Con gesto vas gastando la noche de tu cuerpo 
      y yo te transparento: soy tú para la vida. 

    • Cuando eres, como ahora, hermoso y fuerte, 
      yo te amo. 
      Cuando el viento se doblega para ti, 
      cuando a la tierra tú la rindes, yo te amo. 
      Yo te amo por osado, 
      y te amo por heroico, por audaz y porque ofreces 
      tu hermosura y tu valor. Por derramado. 

    • ¡Qué sorpresa tu cuerpo, qué inefable vehemencia! 
      Ser todo esto tuyo, poder gozar de todo 
      sin haberlo soñado, sin que nunca 
      un ligero esperar prometiera la dicha. 
      Esta dicha de fuego que vacía tu testa, 
      que te empuja de espaldas, 
      te derriba a un abismo