Canción al hijo primero, de Carmen Conde | Poema

    Poema en español
    Canción al hijo primero

    Hijo de la tierra, 
    te arrojó el Jardín. 
    Aunque veas sombras 
    no quieras lucir. 

    Tu madre era bella, 
    la secan los vientos. 
    Tu madre era tierna, 
    se quema en el yermo. 

    Tu madre mordía 
    la flor del manzano, 
    cuando el hombre puso 
    tu vida en su mano. 

    Tu madre sembraba 
    contigo el centeno, 
    cuando tú bebías 
    la leche en su cuenco. 

    Hijo de la ira 
    de Dios implacable. 
    No podrá salvarte 
    del odio tu madre. 

    No duermas, vigila. 
    No duermas, despierta. 
    Te amenaza fría 
    la heredad desierta. 

    Te persiguen ojos 
    sin dulce descanso. 
    Te aborrece eterna 
    del Creador la mano. 

    Las gacelas corren: 
    correrás tú más. 
    Los leones saltan: 
    tú debes saltar. 

    Los arroyos huyen: 
    tú tienes que huir. 
    Aunque yo lo quiera, 
    ¡no puedes dormir! 

    No duermas, escucha. 
    No duermas, acecha. 
    Silbarán las aves 
    sobre ramas ebrias 

    para hacerte leve 
    esta oscura tierra. 
    Escúchame, hijo: 
    no duermas, no duermas... 

    Por todos los siglos, 
    ¡no duermas, 
    no duermas! 

    • Ahora empezarás, mi vida, 
      a no dejarme vivir. 
      A que los días y sus noches sólo sean 
      el ahogo feroz de tu encuentro. 
      De tu incorporación a mí, 
      de tu revestimiento de mí. 
      A que mi sangre no sepa detenerse sola, 
      y se arroje a la tuya, a ti, 

    • Es igual que reír dentro de una campana: 
      sin el aire, ni oírte, ni saber a qué hueles. 
      Con gesto vas gastando la noche de tu cuerpo 
      y yo te transparento: soy tú para la vida. 

    • Cuando eres, como ahora, hermoso y fuerte, 
      yo te amo. 
      Cuando el viento se doblega para ti, 
      cuando a la tierra tú la rindes, yo te amo. 
      Yo te amo por osado, 
      y te amo por heroico, por audaz y porque ofreces 
      tu hermosura y tu valor. Por derramado. 

    • ¡Qué sorpresa tu cuerpo, qué inefable vehemencia! 
      Ser todo esto tuyo, poder gozar de todo 
      sin haberlo soñado, sin que nunca 
      un ligero esperar prometiera la dicha. 
      Esta dicha de fuego que vacía tu testa, 
      que te empuja de espaldas, 
      te derriba a un abismo