No entres dócilmente en esa noche quieta. La vejez debería delirar y arder cuando se cierra el día; Rabia, rabia, contra la agonía de la luz.
Aunque los sabios al morir entiendan que la tiniebla es justa, porque sus palabras no ensartaron relámpagos no entran dócilmente en esa noche quieta.
Los buenos, que tras la última inquietud lloran por ese brillo con que sus actos frágiles pudieron danzar en una bahía verde rabian, rabian contra la agonía de la luz.
Los locos que atraparon y cantaron al sol en su carrera y aprenden, ya muy tarde, que llenaron de pena su camino no entran dócilmente en esa noche quieta.
Los solemnes, cercanos a la muerte, que ven con mirada deslumbrante cuánto los ojos ciegos pudieron alegrarse y arder como meteoros rabian, rabian contra la agonía de la luz.
Y tú mi padre, allí, en tu triste apogeo maldice, bendice, que yo ahora imploro con la vehemencia de tus lágrimas. No entres dócilmente en esa noche quieta. Rabia, rabia contra la agonía de la luz.
Este pan que yo parto fue alguna vez avena, este vino en un árbol extranjero se zambulló en su fruta; durante el día el hombre y por la noche el viento segaron las cosechas, rompieron el gozo de la uva.
Donde una vez las aguas de tu rostro giraron impulsadas por mis hélices, sopla tu áspero fantasma, los muertos alzan la mirada; donde un día asomaron el pelo los tritones a través de tu hielo, el viento áspero navega por la sal, la raíz, las huevas de los peces.
Oh hazme una máscara y un muro que me oculte de tus espías de esos agudos ojos esmaltados y de las garras ostentosas de la rebeldía y la violación en los viveros de mi rostro, una mordaza de árbol, en silencio golpeado para cubrirme de los desnudos enemigos
Un cambio en los climas del corazón vuelve seco lo húmedo, la bala de oro estalla sobre la tumba helada. Un clima en la comarca de las venas cambia la noche en día; la sangre entre sus soles ilumina al viviente gusano.
A menudo en las noches de invierno la luz de media luna ve por un ventanal de frondas y pestañas a los hombres rascando deslizando en la tumba una infancia con lengua de lechuza donde hay aves y árboles fríos,
La fuerza que por el verde tallo impulsa a la flor impulsa mis verdes años; la que marchita la raíz del árbol es la que me destruye. Y yo estoy mudo para decirle a la encorvada rosa que la misma fiebre invernal dobla mi juventud.
De los suspiros algo nace que no es la pena, porque la he abatido antes de la agonía; el espíritu crece olvida y llora: algo nace, se prueba y sabe bueno, todo no podía ser desilusión: tiene que haber, Dios sea loado, una certeza,