Pequeño homenaje a un cronista de salones.
Yo he amado a dos mujeres que no me querían, y sin embargo no quise degollar a mi perro favorito. ¿No os parece, condesa, mi actitud una de las más puras que se pueden adoptar? Ahora sé lo que es despedirse para siempre. El abrazo diario tiene brisa de molusco. Este último abrazo de mi amor fue tan perfecto, que la gente cerró los balcones con sigilo. No me haga usted hablar, condesa. Yo estoy enamorado de una mujer que tiene medio cuerpo en la nieve del Norte. Una mujer amiga de los perros y fundamentalmente enemiga mía. Nunca pude besarla a gusto. Se apagaba la luz. O ella se disolvía en el frasco de whisky. Yo entonces no era aficionado a la ginebra inglesa. Imagine usted, amiga mía, la calidad de mi dolor.
Una noche, el demonio puso horribles mis zapatos. Eran las tres de la madrugada. Yo tenía un bisturí atravesado en mi garganta y ella un largo pañuelo de seda. Miento. Era la cola de un caballo. La cola del invisible caballo que me había de arrastrar. Condesa: hace usted bien en apretarme la mano. Empezamos a discutir. Yo me hice un arañazo en la frente y ella con gran destreza partió el cristal de su mejilla. Entonces nos abrazamos. Ya sabe usted lo demás.
La orquesta lejana luchaba de manera dramática con las hormigas volantes. Madame Barthou hacía irresistible la noche con sus enfermos diamantes del Cairo, y el traje violeta de Olga Montcha acusaba, cada minuto más palpable, su amor por el muerto zar. Margarita Gross y la españolísima Lola Cabeza de Vaca llevaban contadas más de mil olas sin ningún resultado. En la costa francesa empezaban a cantar los asesinos de los marineros y los que roban la sal a los pescadores.
Condesa: aquel último abrazo tuvo tres tiempos y se desarrolló de manera admirable. Desde entonces dejé la literatura vieja que yo había cultivado con gran éxito. Es preciso romperlo todo para que los dogmas se purifiquen y las normas tengan nuevo temblor. Es preciso que el elefante tenga ojos de perdiz y la perdiz pezuñas de unicornio. Por un abrazo sé yo todas estas cosas y también por este gran amor que me desgarra el chaleco de seda. ¿No oye usted el vals americano? En Viena hay demasiados helados de turrón y demasiado intelectualismo. El vals americano es perfecto como una Escuela Naval. ¿Quiere usted que demos una vuelta por el baile?
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A la mañana siguiente fue encontrada en la playa la condesa de X con un tenedor de ajenjo clavado en la nuca. Su muerte debió de ser instantánea. En la arena se encontró un papelito manchado de sangre que decía: 'Puesto que no te puedes convertir en paloma, bien muerta estás'. Los policías suben y bajan las dunas montados en bicicleta. Se asegura que la bella condesa X era muy aficionada a la natación, y que ésta ha sido la causa de su muerte.
De todas maneras podemos afirmar que se ignora el nombre de su maravilloso asesino.