El rey de Harlem, de Federico García Lorca | Poema

    Poema en español
    El rey de Harlem

    Con una cuchara 
    arrancaba los ojos a los cocodrilos 
    y golpeaba el trasero de los monos. 
    Con una cuchara. 

    Fuego de siempre dormía en los pedernales, 
    y los escarabajos borrachos de anís 
    olvidaban el musgo de las aldeas. 

    Aquel viejo cubierto de setas 
    iba al sitio donde lloraban los negros 
    mientras crujía la cuchara del rey 
    y llegaban los tanques de agua podrida. 

    Las rosas huían por los filos 
    de las últimas curvas del aire, 
    y en los montones de azafrán 
    los niños machacaban pequeñas ardillas 
    con un rubor de frenesí manchado. 

    Es preciso cruzar los puentes 
    y llegar al rubor negro 
    para que el perfume de pulmón 
    nos golpee las sienes con su vestido 
    de caliente piña. 

    Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente 
    a todos los amigos de la manzana y de la arena, 
    y es necesario dar con los puños cerrados 
    a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas, 
    para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre, 
    para que los cocodrilos duerman en largas filas 
    bajo el amianto de la luna, 
    y para que nadie dude de la infinita belleza 
    de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas. 

    ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! 
    No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos, 
    a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro, 
    a tu violencia granate sordomuda en la penumbra, 
    a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje. 

    Tenía la noche una hendidura y quietas salamandras de marfil. 
    Las muchachas americanas 
    llevaban niños y monedas en el vientre 
    y los muchachos se desmayaban en la cruz del desperezo. 
    Ellos son. 
    Ellos son los que beben el whisky de plata junto a los volcanes 
    y tragan pedacitos de corazón por las heladas montañas del oso. 

    Aquella noche el rey de Harlem con una durísima cuchara 
    arrancaba los ojos a los cocodrilos 
    y golpeaba el trasero de los monos. 
    Con una cuchara. 
    Los negros lloraban confundidos 
    entre paraguas y soles de oro, 
    los mulatos estiraban gomas, ansiosos de llegar al torso blanco, 
    y el viento empañaba espejos 
    y quebraba las venas de los bailarines. 

    Negros, Negros, Negros, Negros. 

    La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba. 
    No hay rubor. Sangre furiosa por debajo de las pieles, 
    viva en la espina del puñal y en el pecho de los paisajes, 
    bajo las pinzas y las retamas de la celeste luna de cáncer. 

    Sangre que busca por mil caminos muertes enharinadas y ceniza de nardo, 
    cielos yertos, en declive, donde las colonias de planetas 
    rueden por las playas con los objetos abandonados. 

    Sangre que mira lenta con el rabo del ojo, 
    hecha de espartos exprimidos, néctares de subterráneos. 
    Sangre que oxida el alisio descuidado en una huella 
    y disuelve a las mariposas en los cristales de la ventana. 

    Es la sangre que viene, que vendrá 
    por los tejados y azoteas, por todas partes, 
    para quemar la clorofila de las mujeres rubias, 
    para gemir al pie de las camas ante el insomnio de los lavabos 
    y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo. 

    Hay que huir, 
    huir por las esquinas y encerrarse en los últimos pisos, 
    porque el tuétano del bosque penetrará por las rendijas 
    para dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse 
    y una falsa tristeza de guante desteñido y rosa química. 





    Es por el silencio sapientísimo 
    cuando los camareros y los cocineros y los que limpian con la lengua 
    las heridas de los millonarios 
    buscan al rey por las calles o en los ángulos del salitre. 

    Un viento sur de madera, oblicuo en el negro fango, 
    escupe a las barcas rotas y se clava puntillas en los hombros; 
    un viento sur que lleva 
    colmillos, girasoles, alfabetos 
    y una pila de Volta con avispas ahogadas. 

    El olvido estaba expresado por tres gotas de tinta sobre el monóculo, 
    el amor por un solo rostro invisible a flor de piedra. 
    Médulas y corolas componían sobre las nubes 
    un desierto de tallos sin una sola rosa. 





    A la izquierda, a la derecha, por el sur y por el norte, 
    se levanta el muro impasible 
    para el topo, la aguja del agua. 
    No busquéis, negros, su grieta 
    para hallar la máscara infinita. 
    Buscad el gran sol del centro 
    hechos una piña zumbadora. 

    El sol que se desliza por los bosques 
    seguro de no encontrar una ninfa, 
    el sol que destruye números y no ha cruzado nunca un sueño, 
    el tatuado sol que baja por el río 
    y muge seguido de caimanes. 

    Negros, Negros, Negros, Negros. 

    Jamás sierpe, ni cebra, ni mula 
    palidecieron al morir. 
    El leñador no sabe cuándo expiran 
    los clamorosos árboles que corta. 
    Aguardad bajo la sombra vegetal de vuestro rey 
    a que cicutas y cardos y ortigas turben postreras azoteas. 
    Entonces, negros, entonces, entonces, 
    podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas, 
    poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas 
    y danzar al fin, sin duda, mientras las flores erizadas 
    asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo. 

    ¡Ay, Harlem, disfrazada! 
    ¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza! 
    Me llega tu rumor, 
    me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores, 
    a través de láminas grises 
    donde flotan tus automóviles cubiertos de dientes, 
    a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos, 
    a través de tu gran rey desesperado 
    cuyas barbas llegan al mar.

    Federico García Lorca (Fuentevaqueros, 5 de junio de 1898 – camino de Víznar a Alfacar, 1936) fue un poeta y dramaturgo español, adscrito a la generación del 27. Desde pequeño entró en contacto con las artes a través de la música y el dibujo. En 1915 comenzó a estudiar Filosofía y Letras, así como Derecho, en la Universidad de Granada. Formó parte de El Rinconcillo, tertulia de los artistas granadinos, donde conoció a Manuel de Falla. Entre 1916 y 1917 realizó una serie de viajes por España con sus compañeros de estudios, que inspiraron su primer libro Impresiones y paisajes (1918). En 1919 se instaló en la Residencia de Estudiantes de Madrid, coincidiendo con numerosos artistas e intelectuales como Luis Buñuel, Rafael Alberti o Salvador Dalí. Allí empezó a florecer su actividad literaria, con la publicación de obras como Libro de poemas (1921) o El maleficio de la mariposa (1920). En 1929 viajó a Nueva York por sugerencia de Fernando de los Ríos, plasmando este viaje en Poeta en Nueva York, que se publicaría cuatro años después de su muerte, en 1940. En 1931 fundó el grupo teatral universitario La Barraca, para acercar el teatro al pueblo mediante obras del Siglo de Oro. Otro viaje a Buenos Aires en 1933 hizo crecer más su popularidad con el estreno de Bodas de Sangre y a su vuelta a España, un año después, siguió publicando diversas obras como Yerma o La casa de Bernarda Alba. En 1936, al regresar a Granada, fue detenido y fusilado por sus ideas liberales.