La mano que reposa en la mano de amante,
jugando con la joya de algún aniversario.
Los tacones rojos de una puta vestida de rojo
por el pasillo de un hotel de alfombras rojas.
La adolescente que se pone los calcetines escoceses
en un almacén de bebidas,
sentada sobre un fardo de cartones, mirando su reloj,
contando unos billetes.
El jubilado que vuelve
a casa con un ramo
de rosas sin abrir -y medio siglo
vivido ya- con esa vieja
que cocina sin sal y apenas habla.
El cliente del peep-show, mirando
a través del cristal de la cabina
-como un caleidoscopio de quimeras y bragas-
el girar de unos cuerpos que sonríen.
El muchacho que entra en el bar de ambiente
con ojos de gacela lastimada.
El viajero que besa la foto familiar.
El viajero que desliza
por el mostrador la tarjeta
de crédito y se pierde
con la muchacha elegida por el laberinto de los reservados
bajo las luces especiales de un reino de peluche.
El que pronuncia un nombre, y no se duerme,
y abraza la almohada,
Los colegiales que se besan en los jardines del internado.
La separada joven que mira el teléfono,
rogándole que suene.
El señor atildado que detiene su coche en una esquina
y cierra un trato
con el chapero de las zapatillas de deporte.
El niño que busca el cuarto oscuro
para quedarse a solas con la gélida
imagen de una modelo de revistas de moda.
Contra nosotros mismos: lo que llamamos amor.
Y cada cual pronuncia esa palabra
con un secreto temor y una secreta demencia.