Búscame ahora que tenemos en común esta dulce sensación calórica del sol en la piel los días de invierno.
Ahora que nuestras palabras no son tan ajenas, ni tan nuestras siquiera.
Por fin podemos hablar sin miedo de la fórmula del tiempo, de la atmósfera del hidrógeno, de la medida precisa del universo, de la química del odio o del beso, del Gran Hermano dos punto cero, de la economía de las manos o del sexo, de la justicia de los actos y del verbo, de dónde puso a cada uno el tiempo.
Encuéntrame ahora, mientras estoy vivo. Ahora que aún soy adentros por entender este cuerpo.
No preguntes por qué, pero me cuesta, me duele cerrar cualquier libro por su verdad final. Me exaspera la finitud sabida de cualquier gran historia, el veinte por ciento abierto o cerrado de par en par. A veces creo que he nacido para mirar al vértigo a los ojos.
Casi sin darme cuenta, estoy empezando a rechazar moralmente a aquellos que consideran que el reloj marca las dos. En realidad, nunca son las dos. Los rechazo como seres inconscientes, aduladores de la banalidad y cíclicamente hipócritas, a conveniencia periódica.
Los hay que no pueden dejar de fumar, los hay alcohólicos y cada siete días, los hay adictos a la coca, a la heroína, a la próxima forma de evadir o alucinar.
La memoria está poblada a bocajarro. Como aquel vietnamita, como aquel 2 de mayo. Dos formas de enfrentarse, solicitar la certeza del terror: “¡No me mates!”, “¡Mátame!”; dos formas de despedirse, expulsar un ayer definitivo.