No me gusta esa casa. Hace un tiempo dejó de existir, sin embargo sigue ahí delante.
Alguien ha tapado con pintura fresca las escamas despegadas por el sol y rellenado los huecos del viento en la madera crujiente. El tejado pesa más cada más mordiscos traen los días a la desaparición.
Mucho antes me gustaba. Pulsar el timbre y correr perseguido de esa extraña satisfacción. Conocerte. Jugar a jugar y no pensar sino en
verte.
Vernos más tarde.
Ahora la odio casi tanto, ojalá existiese. Hace un tiempo que no existe la casa ni nuestro mundo. Existe la memoria que devuelve pasos entre gigantes, caricias y antes rubores con remite.
La edad nos crece y fuimos poco más que juguetes aprendiendo a repararse.
El amor se va sin despedirse. Y si lo hace, indebidamente.
Queda su rastro para siempre acartonado en el jardín: “Se vende”.
Una vez quise ser bibliotecario para matar moscas en el trabajo, regañar a algún huérfano de libro, traslucir sinopsis de una máscara, adivinar la signatura pendiente.
Era mucho más fácil Lo más fácil era soltarlo todo y echar a volar, sin avisos, sin maletas, sin sombrero, sin alas, sin hambre de carnicero. Era marcharse a cualquier otro lugar inevitablemente dentro de este sitio.