El sol de la timidez me lame la nuca, eriza las ideas en atascado fluir del verbo, lengua sin idioma, paladar sin verso.
¿A qué sabe un poema? ¿De qué color son los sueños?
Blanco, amarillo, violeta amargo, si no es compartido.
Sus labios... ¿A qué saben con los míos? ¿Y los míos?
¿Acaso saben de sueños?
Me mojo los labios y repito la jugada:
¿A qué saben sus labios con los míos? ¿Por qué sus labios? ¿Acaso con los suyos, estos, serán más lúcidos, menos míos?
Muérdete la lengua, que sangre el idioma sus sinónimos de jerga desarmada, anegue a tragos tu ironía desencantada.
Sus labios son suyos, y más suyos son los míos cuando su baile nombra los juncos pronunciados de brisa, los suspiros de mariposa anhelante, arrullo de melodía vespertina,
creo en los labios en la fortaleza de los suyos; mis besos, se los guardo. Sus besos: los entregue a cada rato.
No preguntes por qué, pero me cuesta, me duele cerrar cualquier libro por su verdad final. Me exaspera la finitud sabida de cualquier gran historia, el veinte por ciento abierto o cerrado de par en par. A veces creo que he nacido para mirar al vértigo a los ojos.
Casi sin darme cuenta, estoy empezando a rechazar moralmente a aquellos que consideran que el reloj marca las dos. En realidad, nunca son las dos. Los rechazo como seres inconscientes, aduladores de la banalidad y cíclicamente hipócritas, a conveniencia periódica.
Los hay que no pueden dejar de fumar, los hay alcohólicos y cada siete días, los hay adictos a la coca, a la heroína, a la próxima forma de evadir o alucinar.
La memoria está poblada a bocajarro. Como aquel vietnamita, como aquel 2 de mayo. Dos formas de enfrentarse, solicitar la certeza del terror: “¡No me mates!”, “¡Mátame!”; dos formas de despedirse, expulsar un ayer definitivo.
Hay quienes cobran la baja mientras trabajan, y quienes trabajan pero nunca cobrarán paro. Hay quienes se dan de alta y no trabajan y quienes son pobres y/o trabajan y/o como esclavos y/o sin contrato.