Ya le he dicho al pequeño jardinero que deje tranquilos los rosales. Él nada. Erre que erre.
Dice mi coach que le lea cuentos por la noche. Mal consejo. Para eso le pago. Le pago mal y tarde, para que no se confíe.
El color del kiwi me dan ganas de cagar. Reír provoca ligeras pérdidas de memoria. El muy cabrón dice que me quiere. Así da gusto. Todavía quedan píldoras bajo la alfombra. Así da gusto.
Me están diseñando una capa atmosférica. No me convence el ambiente familiar. La corbata no combina bien con el ajuar.
Quiere que le compre una mascota. Le pido que se conforme con el canguro. Un pez, quizás.
Le he dicho que de eso nada. No pienso cuidar de Nemo. Ya tenemos un tiburón en la bañera.
No preguntes por qué, pero me cuesta, me duele cerrar cualquier libro por su verdad final. Me exaspera la finitud sabida de cualquier gran historia, el veinte por ciento abierto o cerrado de par en par. A veces creo que he nacido para mirar al vértigo a los ojos.
Los hay que no pueden dejar de fumar, los hay alcohólicos y cada siete días, los hay adictos a la coca, a la heroína, a la próxima forma de evadir o alucinar.
Casi sin darme cuenta, estoy empezando a rechazar moralmente a aquellos que consideran que el reloj marca las dos. En realidad, nunca son las dos. Los rechazo como seres inconscientes, aduladores de la banalidad y cíclicamente hipócritas, a conveniencia periódica.
La memoria está poblada a bocajarro. Como aquel vietnamita, como aquel 2 de mayo. Dos formas de enfrentarse, solicitar la certeza del terror: “¡No me mates!”, “¡Mátame!”; dos formas de despedirse, expulsar un ayer definitivo.
Hay quienes cobran la baja mientras trabajan, y quienes trabajan pero nunca cobrarán paro. Hay quienes se dan de alta y no trabajan y quienes son pobres y/o trabajan y/o como esclavos y/o sin contrato.