Epístola satírica y censoria, de Francisco de Quevedo | Poema

    Poema en español
    Epístola satírica y censoria

    No he de callar, por más que con el dedo, 
    ya tocando la boca, ya la frente, 
    me representes o silencio o miedo. 

    ¿No ha de haber un espíritu valiente? 
    ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? 
    ¿Nunca se ha de decir lo que se siente? 

    Hoy sin miedo que libre escandalice 
    puede hablar el ingenio, asegurado 
    de que mayor poder le atemorice. 

    En otros siglos pudo ser pecado 
    severo estudio y la verdad desnuda, 
    y romper el silencio el bien amado. 

    Pues sepa quien lo niega y quien lo duda 
    que es lengua la verdad de Dios severo 
    y la lengua de Dios nunca fue muda. 

    Son la verdad y Dios, Dios verdadero: 
    ni eternidad divina los separa, 
    ni de los dos alguno fue primero. 

    Si Dios a la verdad se adelantara, 
    siendo verdad, que rabría de ser hubiera 
    verdad, antes que fuera y empezara. 

    La justicia de Dios es verdadera, 
    y la misericordia, y todo cuanto 
    es Dios es la verdad siempre severa. 

    Señor Excelentísimo, mi llanto 
    ya no consiente márgenes ni orillas: 
    inundación será la de mi canto: 

    Veránse sumergidas mis mejillas, 
    la vista por dos urnas derramada 
    sobre el sepulcro de las dos Castillas. 

    Yace aquella virtud desaliñada 
    que fue, si menos rica, más temida, 
    en vanidad y en ocio sepultada. 

    Y aquella libertad esclarecida 
    que donde supo hallar honrada muerte 
    nunca quiso tener más larga vida. 

    Y pródiga del alma, nación fuerte 
    contaba en las afrentas de los años 
    envejecer en brazos de la suerte. 

    La dilación del tiempo, y los engaños 
    del paso de las horas y del día 
    impaciente acusaba a los extraños. 

    Nadie contaba cuánta edad vivía, 
    sino de qué manera: sola una hora 
    lograba con afán su valentía. 

    La robusta virtud era señora, 
    y sola dominaba al pueblo rudo: 
    edad, si mal hablada, vencedora. 

    El temor de la mano daba escudo 
    al corazón, que, en ella confiado, 
    todas las armas despreció desnudo. 

    Multiplicó en escuadras un soldado 
    su honor precioso, en ánimo valiente, 
    de sola honesta obligación armado. 

    Y debajo del Sol aquella gente, 
    si no más descansado, a más honroso 
    sueño entregó los ojos, no la mente. 

    Hilaba la mujer para su esposo 
    la mortaja primero que el vestido; 
    menos le vio galán que peligroso, 

    Acompañaba el lado del marido 
    más veces en la hueste que en la cama; 
    sano le aventuró, vengóle herido. 

    Todas matronas y ninguna dama, 
    que nombres del halago cortesano 
    no admitió lo severo de su fama. 

    Derramado y sonoro el Oceáno 
    era divorcio de las ricas minas 
    que volaron la paz del pecho humano. 

    Ni les trajo costumbres peregrinas 
    el áspero dinero, ni el Oriente 
    compró la honestidad con piedras finas. 

    Joya fue la virtud pura y ardiente; 
    gala en merecimiento y alabanza; 
    sólo se codiciaba lo decente. 

    No de la pluma dependió la lanza, 
    ni el cántabro con cajas y tinteros 
    hizo el campo heredad, sino matanza. 

    Y España con legítimos dineros, 
    no amartelaba el crédito a Liguria; 
    más quiso los turbantes que los ceros. 

    Menos fuera la pérdida y la injuria 
    si se volvieran Muzas los asientos, 
    cuanto es peor la usura que la furia. 

    Caducaban las aves en los vientos, 
    y espiraba decrépito el venado: 
    grande vejez duró en los elementos. 

    Que el vientre entonces, bien disciplinado, 
    buscó satisfacción y no hartura, 
    y estaba la garganta sin pecado. 

    Del mayor infanzón de aquella pura 
    república de grandes hombres, era 
    una vaca sustento y armadura. 

    No había venido al gusto lisonjera 
    la pimienta arrugada, ni del clavo 
    la adulación fragante forastera. 

    Carnero y vaca fue principio y cabo, 
    y con rojos pimientos y ajos duros 
    tan bien como el señor comió el esclavo. 

    Bebió la sed los arroyuelos puros; 
    después mostraron del carquesio a Baco 
    el camino los brindis mal seguros. 

    El rostro macilento, el cuerpo flaco, 
    eran recuerdo del trabajo honroso, 
    y honra y provecho andaban en un saco. 

    Pudo sin don un español velloso 
    llamar a los tudescos bacanales, 
    y al holandés hereje y alevoso. 

    Pudo acusar los celos desiguales 
    al italiano; y hoy de muchos modos 
    somos copias, si son originales. 

    Las descendencias gastan muchos godos; 
    todos blasonan, nadie los imita, 
    y no son sucesores, sino apodos. 

    Vino el betún precioso que vomita 
    la ballena o la espuma de las olas, 
    que el vicio, no el olor, nos acredita. 

    Y quedaron las huestes españolas 
    bien perfumadas, pero mal regidas, 
    y alhajas las que fueron pieles solas. 

    Estaban las locuras mal vestidas, 
    y aún no se hartaba de buriel y lana 
    la vanidad de hembras presumidas. 

    A la seda pomposa siciliana, 
    que manchó ardiente múrice, el romano 
    y el oro hicieron áspera y tirana. 

    Nunca al duro español supo el gusano 
    persuadir que vistiese su mortaja, 
    intercediendo el Can por el verano. 

    Hoy desprecia el honor al que trabaja, 
    y entonces fue el trabajo ejecutoria, 
    y el vicio gradüó la gente baja. 

    Pretende el alentado joven gloria 
    por dejar la vacada sin marido, 
    y de Ceres ofende la memoria. 

    Un animal a la labor nacido 
    de paciencia preciosa a los mortales, 
    que a Jove fue disfraz y fue vestido; 

    Que un tiempo endureció manos reales, 
    y detrás de él los cónsules gimieron, 
    y rumia luz en campos celestiales, 

    ¿Por cuál enemistad se persuadieron 
    a que su apocamiento fuese hazaña, 
    y a mieses tan grande ofensa hicieron? 

    ¡Qué cosa es ver un infanzón de España 
    abreviado en la silla a la jineta, 
    y gastar un caballo en una caña! 

    Que la niñez al gallo le acometa 
    con semejante munición apruebo; 
    mas no la edad madura y la perfeta. 

    Ejercite sus fuerzas el mancebo 
    en frentes de escuadrones, no en la frente 
    del padre hermoso del armento nuevo. 

    El trompeta le llame diligente, 
    dando fuerza de ley al viento vano, 
    y al son esté el ejército obediente. 

    ¡Con cuánta majestad llena la mano 
    la pica, y el mosquete carga el hombro, 
    del que se atreve a ser buen castellano! 

    Con asco entre las otras gentes nombro 
    al que de su persona, sin decoro, 
    antes quiere dar nota que no asombro. 

    Jineta y caña son contagio moro; 
    restitúyanse justas y torneos, 
    y hagan paces las capas con el toro. 

    Pasadnos vos de juegos a trofeos; 
    que sólo grande rey y buen privado 
    pueden ejecutar estos deseos. 

    Vos, que hacéis repetir siglo pasado 
    con desembarazarnos las personas 
    y sacar a los miembros de cuidado, 

    Vos disteis libertad con las valonas, 
    para que sean corteses las cabezas, 
    desnudando el enfado a las coronas; 

    Y, pues vos enmendasteis las cortezas, 
    dad a la mayor parte medicina: 
    vuélvanse los tablados fortalezas. 

    Que la cortés estrella que os inclina 
    a privar sin intento y sin venganza, 
    milagro que a la envidia desatina. 

    Tiene por sola bienaventuranza 
    el reconocimiento temeroso, 
    no presumida y ciega confianza. 

    Pues os dio el ascendiente generoso 
    escudos, de armas y blasones llenos, 
    y por timbre el martirio glorioso, 

    Mejores son por vos los que eran buenos 
    Guzmanes, y la cumbre desdeñosa 
    os muestre a su pesar campos serenos. 

    Lograd, señor, edad tan venturosa; 
    y cuando nuestras fuerzas examina 
    persecución unida y belicosa, 

    La militar valiente disciplina 
    tenga más practicantes que la plaza: 
    descansen tela falsa y tela fina. 

    Suceda a la marlota la coraza, 
    y si el Corpus con danzas no los pide, 
    velillos y oropel no hagan baza. 

    El que en treinta lacayos los divide, 
    hace suerte en el toro y con un dedo 
    la hace en él la vara que los mide. 

    Mandadlo así, que aseguraros puedo 
    que habéis de restaurar más que Pelayo, 
    pues valdrá por ejércitos el miedo 
    y os verá el cielo administrar su rayo.

    Francisco de Quevedo (Madrid, 1580 - Villanueva de los Infantes, 1645) estudió en las universidades de Alcalá de Henares y Valladolid, ciudad en la que empezó a nacer su fama de gran poeta, para luego continuar su formación y sus trabajos como literato y traductor en Madrid en 1606, de entre los que destaca la primera versión en nuestra lengua de la obra de Anacreonte, encargada por el duque de Osuna. De su mano, participó como secretario de estado en las intrigas entre las repúblicas italianas en 1613, lo que le valió para ingresar como caballero, tres años más tarde, en la Orden de Santiago. Contemporáneo de Lope de Vega o Luis de Góngora, se cuenta, como ellos, entre los más destacados escritores del Siglo de Oro español.